Poder por la Oracion
Cp4. La Oración Determina la Predicación
Recordemos a Brainerd que derramaba su alma ante
Dios, en medio de los bosques de América
pidiendo por los gentiles que perecían, sin cuya
salvación nada podía hacerle feliz. La oración
de fe, secreta y ferviente, es la raíz de la
piedad personal. Un conocimiento suficiente del
idioma donde el misionero vive, un carácter
suave y agradable, un corazón entregado a Dios
en íntima comunión, son cualidades cuya
adquisición, más que el saber u otras
habilidades, nos capacitarán para ser
instrumentos en las manos de Dios, en la gran
obra de la redención humana.
Hermandad de Carey, Serampore (India)
Hay dos tendencias extremas en el ministerio.
Una consiste en apartarse de los hombres. El
ermitaño y el monje se alejan de sus semejantes
para consagrarse a Dios. Por supuesto que han
fracasado. Nuestra comunión con Dios solamente
es de provecho si derramamos sus bienes
inapreciables sobre los hombres. En esta época
ni el predicador ni el pueblo se concentran
mucho en Dios. Nuestras inclinaciones no se
enderezan en esa dirección. Nos encerramos en
nuestros gabinetes, nos hacemos eruditos,
ratones de biblioteca, fabricantes de sermones,
nos encubramos como literatos y pensadores; pero
el pueblo y Dios, ¿dónde queda? Fuera del
corazón de la mente. Los predicadores que son
grandes estudiantes y pensadores deben ser
todavía más grande en la oración o se
convertirán en los más temibles apóstatas, en
profesionales cínicos y racionalistas, y en la
estimación de Dios serán menos que los últimos
predicadores.
La otra tendencia es de popularizar por completo
el ministerio. Entonces el predicador ya no es
un hombre de Dios, sino un hombre de negocios,
entregado al pueblo. No ora, porque su misión es
otra. Se siente satisfecho si dirige al pueblo,
si crea interés, una sensación en favor de la
religión y del trabajo de la iglesia. Su
relación personal hacia Dios no es factor en su
trabajo. La oración en poco o nada ocupa un
lugar en sus planes. El desastre y ruina de un
ministerio semejante no puede ser computado por
la aritmética terrenal. Lo que el predicador es
en su oración a Dios, a sí mimo y por su pueblo,
así es su poder para hacer un bien real a los
hombres, para servir eficientemente y mantener
su fidelidad hacia Dios y los hombres por el
tiempo y la eternidad.
Es imposible para el predicador estar en armonía
con la naturaleza divina de su alta vocación si
no ora mucho. Es un gran error creer que el
predicador por la fuerza del deber y la
fidelidad laboriosa al trabajo y rutina del
ministerio puede conservar su aptitud e
idoneidad. Aun la tarea de hacer sermones,
incesante y exigente como un arte, como un deber,
como una ocupación o como un placer, por falta
de oración a Dios, endurecerá y enajenará el
corazón. El naturalista pierde a Dios en la
naturaleza. El predicador puede perder a Dios en
su sermón.
La oración renueva el corazón del predicador, lo
mantiene en armonía con Dios y en simpatía con
el pueblo, eleva su ministerio por sobre el aire
frío de una profesión, hace provechosa la rutina
y mueve todas las ruedas con la facilidad y
energía de una unción divina.
Spurgeon decía: "Por supuesto, el predicador
tiene que distinguirse entre todos como un
hombre de oración. Tiene que orar como cualquier
cristiano, o será un hipócrita; ha de orar más
que otro cualquier cristiano, o estará
incapacitado para la carrera que ha escogido. Es
de lamentar si como ministro no eres muy dado a
la oración. Si eres indiferente a la devoción
sagrada no sólo es de lamentar por ti sino por
tu pueblo, y el día vendrá en que serás
avergonzado y confundido. Nuestras bibliotecas y
estudios son nada en comparación de lo que
podemos obtener en las horas de retiro y
meditación. Han sido grandes días los que hemos
pasado ayunando y orando en el tabernáculo;
nunca las puertas del cielo han estado más
abiertas, ni nuestros corazones más cerca de la
verdadera Gloria".
La oración que caracteriza al ministro piadoso
no es la que se pone en pequeña cantidad, como
la esencia que se usa para dar sabor agradable,
sino que la oración ha de estar en el cuerpo,
formando la sangre y los huesos. La oración no
es un deber sin importancia que podamos colocar
en un rincón; no es el hecho confeccionado con
los fragmentos de tiempo que hemos arrebatado a
los negocios y a otras ocupaciones de la vida;
sino que exige de nosotros lo mejor de nuestro
tiempo y de nuestra fuerza. Este tiempo precioso
no ha de ser devorado por el estudio o por las
actividades de los deberes ministeriales; sino
ha de ser primero la oración, y luego los
estudios y actividades, para que éstos sean
renovados y perfeccionados por aquélla. La
oración que tiene influencia en el ministerio
debe afectar toda la vida. La oración que
transforma el carácter no es un rápido
pasatiempo. Ha de penetrar tan fuertemente en el
corazón y en la vida como los ruegos y súplicas
de Cristo, "con gran clamor y lágrimas"; debe
derramar el alma en un supremo anhelo como
Pablo; ha de tener el fuego y la fuerza de la
"oración eficaz" de Santiago; ha de ser de tal
calidad que cuando se presente ante Dios en el
incensario de oro, efectúe grandes revoluciones
espirituales.
La oración no es un pequeño hábito que se nos ha
inculcado cuando andábamos cogidos al delantal
de nuestra madre; ni tampoco el cuarto de minuto
que decentemente dedicamos para dar las gracias
a la hora de la comida, sino que es un trabajo
serio para los años de más reflexión. Debe
ocupar más de nuestro tiempo y voluntad que las
más hermosas festividades. La oración que tiene
tan grandes resultados en nuestra predicación
merece que se le consagre lo mejor. El carácter
de nuestra oración determinará el de nuestra
predicación. Una predicación ligera proviene de
una oración de la misma naturaleza. La oración
da a la predicación fuerza, unción y
determinación. En todo ministerio de calidad, la
oración ha tenido un lugar importante.
El predicador ha de ser preeminentemente un
hombre de oración, graduado en la escuela de la
plegaria. Sólo allí puede aprender su corazón a
predicar. Ningún conocimiento puede ocupar el
lugar de la oración. No puede suplirse su falta
con el entusiasmo, la diligencia o el estudio.
Hablar a los hombre de parte de Dios es una gran
cosa, pero es más aun hablar a Dios por los
hombres. Nunca podrá el predicador transmitir el
mensaje de Dios si no ha aprendido a interceder
por los hombres. Por esto las palabras sin
oración que dirija en el púlpito o fuera de él,
son palabras muertas.
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