Mensajes Escritos de Impacto

 

 

 

EL MISMO SENTIR QUE HUBO EN CRISTO

Rev. Manuel Zuñiga





En la epístola a los Filipenses. El apóstol Pablo exhorta al Pueblo de Dios que: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo en Cristo Jesús” (Filipenses 2:5). El cristiano debe tener el mimo sentir que hubo en Cristo Jesús, para poder sobrevivir en medio de esta generación perversa y maligna. Entre muchas facetas del sentir que hubo en nuestro amado Salvador, y siendo menester que éste more en nosotros, vamos a centrarnos en la humildad, la mansedumbre, la comunión y por último la visión.

I. HUMILDAD Y MANSEDUMBRE

Una de las primeras pautas que dejó nuestro Señor Jesucristo a los suyos fue: “Aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29). Cuando somos regenerados por Dios, el nuevo hombre que nace en nosotros es portador de dos cualidades: la mansedumbre y la humildad.

Amados lectores, es tal la maldad que ha inundado a este mundo y las provocaciones que ésta engendra, que un cristiano no podrá permanecer en la gracia si no posee ambas cualidades. En muchas ocasiones, Dios permite que pasemos por ciertas circunstancias, y éstas sirven para que nosotros mismos nos concienciemos acerca de la existencia o la carencia de ambas cualidades en nosotros. La persona que adolece de templanza es altiva y orgullosa, y se niega a reconocer sus propias faltas o a perdonar los errores de otros. Por lo tanto, Dios dice que El mira de lejos al altivo, pero que atiende y da gracia al humilde (Salmo 138:6)

Una persona humilde y mansa es una persona que sirve a Dios de corazón. Existe un concepto erróneo muy difundido entre el Pueblo de Dios, y éste estriba en creer que servir al Señor sólo es posible dentro del marco del ministerio. Sin embargo, todo aquel que es miembro del cuerpo de Cristo debe estar decidido a brindarle un servicio a Dios, y pasar por un proceso de renuncia a si mismo. No importa la alta posición profesional o social que hayamos alcanzado en este mundo, cuando pasamos los atrios del templo nos convertimos en almas necesitadas de Dios e iguales a nuestros hermanos que han sido redimidos por medio de la sangre preciosa del Cordero. El Señor no pide profesionalismo de Sus hijos, sino corazones contritos y humillados ante Su santa presencia.

Nuestro Señor Jesucristo vino a esta tierra para servir, y esto implicó que se humillara hasta lo sumo. En efecto, la Segunda Persona de la Trinidad tuvo que despojarse de Su vestidura de gloria divina, la cual el profeta Isaías vio en visión cuando se encontraba en el templo; también tuvo que abandonar los cielos, la adoración de los ángeles que El mismo motivaba, y encarnarse en un cuerpo humano. Todo esto, porque nuestro amado Salvador decidió venir a este mundo para cumplir la misión redentora que le encomendó el Padre. En Filipenses 2:6-8, el apóstol Pablo describe aquel proceso de renuncia y negación a sí mismo: “Siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz”.

Ciertamente, “y sin contradicción, grande es el misterio de la piedad: Dios ha sido manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16); “Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, pero los suyos no le recibieron” (Juan 1:9-11). Nuestro Señor Jesucristo no sólo dejo Su trono de gloria para hacerse hombre; sino que escogió a una joven pobre y humilde para traerlo a este mundo, nació en un establo, se crió en una familia de carpinteros del pueblo de Nazaret, y ejerció aquel oficio hasta los treinta y tres años de edad. Asimismo, Cristo nunca tuvo nada propio, sino que durante toda su vida le estuvieron prestando todo, desde el útero de María, el establo donde nació, el pollino que uso para Su entrada triunfal a Jerusalén, el aposento alto en el cual celebró la última cena con Sus apóstoles, hasta la tumba de José de Arimatea donde lo sepultaron después de su muerte en la cruz.

El hijo de Dios no vino a la tierra para ser servido por los seres humanos, sino para servirlos; y siendo El puro, santo e inmaculado se mezcló con los pecadores, y permitió que aquellos hombres indignos lo tocaran y lo abrazaran. Y es más, siendo siervo, sufrió la muerte vergonzosa que los Romanos reservaban a los peores criminales: la cruz. Por estos motivos, el pueblo de Israel no podía concebir que el Mesías, que durante tantos siglos anheló, fuese una persona tan humilde como nuestro Señor Jesucristo. Ellos esperaban un ser resplandeciente, con destellos, rodeado de ángeles, pero Cristo supo hacerse siervo y despojarse de Su gloria.

Una persona que no tenga la humildad y la mansedumbre necesarias para entrar en ese proceso de negación a sí misma, de abandono de lo que uno es, nunca podrá servir a Dios. El Señor no está interesado en nuestros logros humanos, sino en la grandeza y en la entrega de nuestros corazones. Esto incluye a los pastores también, porque puede suceder que cuando la iglesia crece, los pastores se vuelven tan orgullosos que se niegan a desempeñar algunas tareas y servicios que en sus humildes principios realizaban.

Aun cuando Su ministerio en la tierra alcanzó la cúspide, Cristo nunca dejó de ser humilde. Las multitudes le seguían y en algunas ocasiones hasta quisieron coronarlo rey, y ciertamente tenía que ser halagador de ver millares de personas sentadas a Sus pies durante horas escuchando Sus enseñanzas. No obstante, El nunca permitió que los logros terrenales lo tambalearan; es más, ni siquiera se jactaba de sus virtudes: cuando le llamaban “Maestro bueno”, El contestaba que no había otro bueno sino Dios el Padre.

II. COMUNION

En lo que a la comunión se refiere, el Pueblo de Dios también debe tener el mismo sentir que hubo en Cristo. Es menester que nos amemos los unos a los otros, pero el amor no puede fluir en nosotros si primero no amamos a Aquel que nos salvó.

Nuestro amador hacia Dios requiere de nosotros obediencia y sujeción a Sus mandamientos: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése el que me ama; y el que me ama, será amado por mi padre, y yo le amaré, y me manifestaré a el […] El que me ama mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él. El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabrea que habéis oído n es mía, sino del Padre que me envió” (Juan 14:21, 23-24). Un cristiano que pone en tela de juicio los mandamientos de Dios, es un cristiano que no ama a Dios de corazón. La Palabra de Dios no ha de ser cuestionada, sino vivida.

Nadie es capaz de someterse a Dios si no lo ama, porque la obediencia no puede existir sin amor. Aquella persona que no ama al Señor tiene en ella una tendencia a la rebelión, la insubordinación, la protesta, la queja, el pleito, la querella.

Dios siempre ha sellado los pactos con Su pueblo por medio de la sangre. En Éxodo 24:8, el pueblo de Israel se comprometió a obedecer los mandamientos de Dios, y después de haber hecho esta promesa, Moisés los roció a todos con sangre, de la misma manera, Cristo selló el pacto con Su iglesia por medio de la sangre, cuando instituyó la Santa Cena: “Después que hubo cenado, tomó la copa, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre que por vosotros se derrama” (Lucas 22:20). En el instante cuando fuimos rociados con la sangre del Cordero, realizamos un pacto de obediencia y de entrega de nuestras vidas ante los ojos de Dios. ¿Cómo podremos, pues, traicionar aquella promesa que hicimos en un principio?

No es nada menos que la sangre de Jesucristo la que sella nuestro compromiso con Dios. La persona que se convierte a El genuinamente, que viene al altar para recibir a Cristo, tiene que venir con la convicción de que va a vivir esa Palabra y a obedecerla por amor hacia Aquel que vertió Su sangre. Hay muchos que llevan décadas en la iglesia, pero que no han nacido de nuevo porque nunca han querido someterse la Palabra. Cristo dijo que estábamos en el mundo, pero que no éramos del mundo; y también dijo que aquel que ama al mundo, es enemigo de Dios.

Nadie esta exento en la obediencia, ni siquiera aquellos que están desenvolviéndose en el pastorado de una iglesia. Desgraciadamente, hay pastores que no han nacido de nuevo: no van a las actividades, no se someten a los superiores, murmuran y critican cuando se les da una orden que no quieren obedecer. Los mismos han olvidado que Dios puso autoridades para la edificación y la bendición de Su Pueblo; El es quien dirige a Sus siervos para que ellos, luego, le indiquen al cuerpo ministerial las directivas a seguir y las estrategias de trabajo que se deberán aplicar.

El amor que el cristiano auténtico profesa a Dios es incondicional y sobrepasa al que pueda sentir por cualquier persona o cosa. Cristo dijo a Sus discípulos que si éstos no le amaban más que a su propia familia, no eran dignos de El.

Este tipo de amor es el único el cual podemos corresponder al amor de Dios. En Juan 3:16, leemos: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su hijo unigénito, para que todo aquel que en él crea no se pierda, más tenga vida eterna”. Hermanos, el amor que Dios tuvo por el hombre fue tan grande e incondicional que no dudó en entregarle a Su Hijo único, lo más valioso y preciado que El tenía.

Cuando Dios planeó la redención del hombre, y formuló la pregunta: “¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?”, Cristo respondió: “Heme aquí, envíame a mí” (Isaías 6:8). No obstante, si Dios el Padre le hubiera prohibido a Su Hijo de venir al mundo, Cristo le hubiera obedecido.

Mas, dado que Dios el Padre le permitió venir a cumplir esta misión redentora en la tierra, Jesucristo, la Segunda Persona de la Trinidad, vino a esta tierra para reconciliar al mundo con Dios, y fue obediente en todo hasta la muerte (Filipenses 2:8). Tengamos, pues siempre presente que el amor y la obediencia son inseparables, y que los mismos deben morar en el cristiano.

III. VISION

¿Qué fue lo que motivó a Cristo a realizar el sacrificio en la cruz del Calvario? ¿La fama? Por supuesto que no, por cuanto todo aquello con lo que Jesús tuvo contacto se ha hecho famoso y se ha convertido en un objeto de adoración, como por ejemplo: el establo de Belén donde nació, la virgen que lo concibió, la cruz donde murió y la tumba donde fue sepultado.

La única visión que trajo Cristo a este mundo fue nuestra condición pecaminosa, y que aquella era la única solución posible para rescatar al hombre. Asimismo, esa misma visión ha de prevalecer en el cuerpo de Cristo: el amor por las almas, y el deseo de obedecer al mandato que nuestro Salvador nos encomendó; de ir por todo el mundo y de hacer discípulos de todas las naciones. La salvación que hemos recibido por gracia, por gracia tenemos que anunciarla a los que nos rodean.

Cuando la iglesia no siente compasión por las almas perdidas ni tampoco el deseo de evangelizar, está cegada y no tiene la visión redentora que había en Cristo. Nuestro amado Salvador tenía una visión clara de su función, al expresar que había perdido. ¿Acaso la iglesia se avergüenza de la salvación tan grande que ha recibido? ¡Salgamos de la inercia y del adormecimiento en los que estamos sumidos!