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LLAMAMIENTO A LA HUMILDAD
Humillaos pues bajo la poderosa mano de Dios,
para que El os exalte cuando fuere su tiempo” 1
Pedro 5:6
La humildad es una virtud que emana de la
personalidad espiritual del hombre. Es la
capacidad de aceptar y reconocer la grandeza de
otros. Es la fuerza que hace entender las
pequeñeces propias.
La humildad nos ubica en el lugar que nos
corresponde, nos ayuda a someternos al bien,
recibir órdenes, obedecerlas, ejecutarlas con
buen ánimo y alegre disposición. La humildad es
el vehículo que nos traslada a experiencias de
grandeza en la vida. Es la fuerza que produce
disposición del ánimo para las buenas acciones
en la existencia humana. La humildad es el
germen que produce los verdaderos valores en
quien la busca y la constituye su amiga y
compañera. La humildad es la actitud noble que
se oponen al orgullo, la altivez, la jactancia y
la vanagloria.
El Señor Jesucristo y todo el Nuevo Testamento
enseñan abundantemente sobre el valor de la
humildad. “El que se humilla será ensalzado, y
el que ensalza será humillado” “Humillaos ante
la poderosa mando de Dios y El os exaltará
cuando fuere tiempo” “Dios da gracia a los
humildes, mas resiste a los soberbios “Aprended
de mi que soy manso y humilde de corazón, y
hallaréis descanso para vuestras almas”.
Humildad no es cobardía, no es servilismo, no
nos apoca, ni nos hace cobardes, ni tontos. El
humilde no anda proclamando su humildad, cuando
alguien reclame que es humilde, ese solo hecho
prueba que no lo es. La humildad no reclama sus
méritos, lo harán otros. “Alábete el extraño y
no tu propia boca, pues buscar la propia gloria,
no es gloria” Ser humilde no es carecer de
bienes, pues hay mendigos que pecan de
orgullosos. Ser humilde no es acatarlo todo como
un autómata, sin razonamiento, ni criterio. Ser
humilde no es carecer de carácter y decisión
porque en ese apocamiento se es victima de
todos. Ser humilde no es hacer alarde de lo que
somos o tenemos.
Ser humildes es olvidarse de si, para pensar en
otros. Ser humilde es dejar de buscar lo propio
para proporcionarlo a otros. Ser humilde no es
alabarnos ni buscar nuestra gloria sino, la del
Señor. Es pensar y actuar como Juan el
Bautista, el cual dijo: “A Él (Cristo) le
conviene crecer pero a mi, menguar”. Es
olvidarnos de la honra que merecemos y saber
reconocer valores y virtudes en otros. La
humildad no mira por encima del hombro, no
calumnia, no desacredita, no contiende, no
humilla, no abofetea, no hiere ni con los hechos
ni con las palabras. La humildad mora con la
sabiduría, sabe callar en lugar de hablar, sabe
honrar en lugar de difamar, sabe ayudar más que
obstaculizar. La humildad sabe orar más que
reclamar.
Dios ha demostrado que en Él se origina la
grandeza, de la humildad. Jesús con su pobreza
nos enriqueció, con su vida tan desprovista, nos
hizo provisión, con su dolor, nos sana; con su
tristeza, nos consuela y nos protege. ¡Bendito
Hijo de Dios!, desde el pesebre hasta el
Calvario nos diste ejemplo de vida humilde,
llena de grandeza e iluminación.
Es por toda ésta inmensurable humildad, que el
Apóstol Pablo exclama: “Haya pues en vosotros el
mismo sentir que hubo también en Cristo Jesús,
el cual siendo en forma de Dios no estimó el ser
igual a Dios como cosa a qué aferrarse, sino que
se despojó así mismo, tomando forma de siervo,
hecho semejante a los hombres, y estando en la
condición de hombre, se humilló así mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de
cruz, por lo cual Dios también lo exaltó hasta
lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo
nombre, para que en el Nombre de Jesús se doble
toda rodilla, de los que están en los cielos y
en la tierra y toda lengua confiese que
Jesucristo es el Señor, para Gloria de Dios
Padre” Filipenses 2:5-11
El único remedio al pecado del orgullo y a
cualquier otra trasgresión, es Jesucristo. Él
llena de amor el corazón dolido, lo sana, quita
la amargura, el odio y la venganza. Jesucristo
hace nuevas todas las cosas, crea nuevos
sentimientos, deposita humildad y perdón. Con El
amamos en lugar de odiar, edificamos en lugar de
destruir, sanamos en lugar de herir, consolamos
en lugar de afligir. Sus divinos preceptos
enseñan “oísteis que fue dicho: amarás a tu
prójimo, y aborrecerás a tu enemigo, pero yo os
digo: amad a vuestros enemigos, bendecid a los
que os maldicen, haced bien a los que aborrecen,
y orad por los que os ultrajan y os persiguen,
para que seáis hijos de vuestro padre que está
en los cielos, que hace salir el sol sobre malos
y buenos. Que hace llover sobre justos e
injustos, porque si amáis a los que os aman que
recompensa tendréis, y si saludáis a vuestros
hermanos solamente ¿qué hacéis de mas?”
La Verdadera humildad es una cualidad de la
nueva naturaleza que reemplaza el orgullo en el
corazón, y acepta el derecho que tiene Dios de
gobernar la vida. La humildad coloca a Dios en
el lugar que le corresponde, Dios es el número
uno, el prójimo le sigue y en el último lugar se
encuentra el Yo.
El orgullo es exceso de estimación propia. El
diccionario de la Biblia traduce las raíces
hebreas, orgullo como: arrogancia, jactancia,
soberbia, altivez, cuyo significado original es
alta, elevado.
La actitud dominante en la Biblia hacia el
orgullo del hombre es severa, irónica y crítica.
Quien se atribuye grandeza así mismo es culpable
de orgullo. El orgullo es la esencia del pecado,
pues asume para el hombre, para la familia, el
pueblo o la nación la gloria que sólo
corresponde a Dios. Es por eso, que los
soberbios serán abatidos.
“La altivez de los ojos del hombre será abatida,
y la soberbia de los ojos de los hombres será
humillada, y Jehová solo será exaltado en aquel
día. Castigaré al mundo por su maldad, y a los
impíos por su iniquidad, y haré que cese la
arrogancia de los soberbios y abatiré la altivez
de los fuertes”. Isaías 2:11; 13:11.
Una de las historias bíblicas más conmovedoras,
referente al orgullo y sus consecuencias la
encontramos en Daniel 4. Nabucodonosor, rey de
Babilonia exaltó al Dios altísimo, pocos líderes
mundiales, de cualquier época han superado al
rey Nabucodonosor en dar gracias a Dios. Este
rey había recorrido el mundo con sus conquistas,
se había destacado como constructor y diseñador.
Estaba tranquilo y floreciente, pero su
tranquilidad y satisfacción fueron interrumpidas
por un sueño que lo perturbó profundamente. En
el sueño había visto un árbol que crecía cada
vez más en tamaño y altura, que llegaba hasta el
cielo y parecía cubrir la tierra. El follaje era
frondoso y los frutos tan copiosos que
proporcionaban alimento y sombra para todos;
hombres, aves y bestias. Entonces apareció un
ser celestial al que se llama vigilante santo,
el cual rompió el silencio con una potente
orden: “derribad el árbol y cortad las ramas,
quitadle el follaje y dispersad su fruto”. El
rey convocó los científicos y los filósofos
paganos para que le interpretaran el sueño, al
no poder hacerlos, fueron presas de confusión.
Fue llamado Daniel oyó el sueño, al serle
revelada la interpretación, guardó silencia por
casi una hora. La sentencia divina sobre el
orgulloso rey lo impactó tanto que no se atrevía
a declarar el mensaje, alentado por el mismo
rey, Daniel dijo “señor, mío, el sueño sea para
tus enemigos, y su interpretación para quienes
mal te quieren”.
El árbol alto representaba al rey mismo, su
crecimiento era una representación de su gran
poder, pero estaba decretado por Dios que esa
grandeza había de terminar pronto. El rey
renombrado en toda la tierra, perdería la razón
y se arrastraría por el suelo como una bestia.
El que era honrado como el más grande de los
seres humanos, perdería su humanidad y se
consideraría como una bestia, se alimentaría de
hierba, por siete años, y su lugar seria con los
animales, su aspecto tornaría asquerosos,
tenebroso y en gran manera horrible, nadie
querría ni siquiera mirarlo, pues hacerlo
causaba terror.
Todo esto vendría sobre el arrogante rey “hasta
que reconociera que el Altísimo tiene domino en
el reino de los hombre y que lo da a quien El
quiere”. Cuando el rey reconociera su pecado,
Dios le restauraría en el reino. Daniel exhortó
al orgulloso rey, y lo invitó al
arrepentimiento, “por tanto, oh rey, acepta mi
consejo: tus pecados redime con justicia, y tus
iniquidades haciendo misericordias para con los
oprimidos, pues tal vez será eso una
prolongación de tu tranquilidad”.
Nabucodonosor no prestó atención al sueño, ni a
la advertencia del profeta Daniel, un día en un
momento de auto exaltación y auto gratificación
el rey comenzó a exaltar la gloria de sus
logros, “no es ésta la gran Babilonia que yo
edifiqué para casa real con la fuerza de mi
poder y para gloria de mi majestad”. Con su
mente llena con ésta visión, inflado en su
orgullo, cayó en el abismo de la oscuridad
mental. El extremado orgullo del monarca fue
castigado con un juicio terminante y humillante.
El orgullo ha enloquecido a pueblos, naciones,
familias e individuos. Por ésta locura han
sufrido indecibles padecimientos los menos
favorecidos, los despreciados, los de menos
oportunidades. El orgullo cual verdugo
despiadado, atropella, desprecia, humilla y
arruina la felicidad e hogares y familias,
envilece a los pueblos y enceguece a las
naciones. Este perverso sentimiento tiene
gratuitos instrumentos, los hay en todas partes
y de todos los niveles. Los portan hombres y
mujeres, ancianos y jóvenes y hasta niños que
sienten orgullo de las familias de la cual
proceden. Otros sienten orgullo desenfrenado por
el país donde nacieron, por los títulos
profesionales que desempeñan, por la clase
social a la que pertenecen. Los hay también
orgullosos por los atributos físicos por los
talentos que poseen y por el éxito que han
alcanzado. El orgullo tiene sus verdugos en los
centros de educación, en las empresas, en las
instituciones del Estado, en los círculos
políticos, en la religión, en las iglesias y
hasta en predicadores de la Santa ley de Dios.
El orgullo es un pecado criminal, pues envilece
a sus victimas y roba la felicidad de unos y
otros. Por esa razón, el profeta denuncia con
tanta vehemencia “por tanto yo estoy contra ti,
oh soberbio dice el Señor Jehová de los
ejércitos, porque tu día ha venido, el tiempo en
que te castigaré, y el soberbio tropezará y
caerá y no tendrá quién lo levante”.
El hombre exalta desmedidamente su ego. Todos
tenemos ego, que es la parte de nuestra
existencia que se interesa por nosotros, por mí.
Necesitamos sentir satisfacción de nuestra
propia existencia, logros y alcances. Esta es la
fuerza motivadora que nos impulsa a alcanzar el
éxito.
Este sentimiento progresista se torna en pecado
de orgullo, cuando el hombre le roba la gloria
que le pertenece a Dios, cuando se toma el
crédito que le pertenece a Él, y no acepta ni
reconoce el trabajo de otros. El orgullo desea
hacer a la persona, el más importante de su
pequeño o grande universo.
Es un producto del carácter malévolo de Satanás,
en él se originó el orgullo, la altivez y la
soberbia, por esa razón Dios lo juzgó. El
orgulloso se obedece a si mismo, busca
acumulación de riquezas, posición, fama y
gloria. Procura controlarlo todo, no importando
el costo y llevar a cabo sus propios fines, sin
importar precio. La respuesta al orgullo es la
humildad. El amor de Dios derramado en el
corazón del hombre, le impide concentrarse en el
yo, y en si mismo porque comienza a utilizarlo
para el servicio a otros. Dando siempre honra la
que pertenece, a Dios; y al prójimo, con el amor
de Dios. Los corazones altivos se vuelven
pacientes. Necesitamos urgentemente que Dios
derrame un bautismo de humildad, “El que se
humilla será ensalzado y el que se ensalza será
humillado”.
La medida de la humildad está determinada por el
lugar que le damos a Dios en nuestras vidas. Si
Cristo es el Señor en nuestra vida, todo pecado
nos es desagradable, Dios atiende al humilde más
al altivo mira de lejos. Amén.
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