Mensajes Escritos de Impacto

 

 

 

FAMILIAS PERFECTAS O FAMILIAS FELICES?

Rev. Samuel Rolón



En la epístola a los Filipenses 4:1-4, dice el Apóstol Pablo: “Así que, hermanos míos amados y deseados, gozo y corona mía, estad así firmes en el Señor, amados. Ruego a Evodia y a Síntique que sean de un mismo sentir en el Señor. Asimismo, te ruego también a ti, compañero fiel, que ayudes a ésta que combatieron juntamente conmigo en el evangelio, con Clemente también y los demás colaboradores míos, cuyos nombres están en el libro de la vida. Regocijaos, en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!”.



El uso del término "hermanos", en estos versículos, significa que la exhortación del apóstol Pablo está dirigida a una familia: la familia de Dios, es decir, los creyentes en Jesucristo. En efecto, nosotros no somos gente extraña, desconocida, desunida, o distanciada, por cuanto tenemos un mismo Dios y Padre que nos une con un vínculo indestructible. Así pues, la unidad, el amor, la comprensión y la hermandad deben prevalecer en el seno de esta familia divina.



La familia de Dios se compone así mismo de muchas familias humanas, que se reunen en un templo con un mismo y único propósito: adorar al Rey de reyes y Señor de señores. Cada familia humana está formada por un matrimonio y sus hijos, los cuales vienen a formar un hogar.



Ahora bien, a nosotros nos incumbe decidir si queremos ser familias perfectas o familias felices. Muchas veces, confundimos completamente los conceptos divinos con relación a nuestro hogar e, incluso, a la Iglesia de Jesucristo. Por consiguiente, ¿qué quiere Dios que seamos? ¿Familias perfectas o familias felices? ¿Matrimonios perfectos o felices? ¿Hogares perfectos u hogares felices?



En el pasaje citado, el Apóstol usa dos veces la palabra “amados” para referirse a la congregación en Filipo. Y es que el fundamento que permite el buen funcionamiento de un matrimonio y de una familia debe ser el amor. Este sentimiento precede la unión de dos seres humanos, y se va fortaleciendo conforme se va profundizando con el transcurso de los años.



De la misma forma, la Iglesia funciona como un cuerpo y como tal cualquiera de sus miembros no solamente es indispensable, sino que cuando falta es extrañado por los demás. Es menester que tengamos siempre presente una realidad: ninguno de nosotros es perfecto, ni tampoco exento de debilidades, por cuanto el único modelo de perfección fue nuestro amado Señor Jesucristo.



En las congregaciones pueden surgir todo tipo de choques y de rivalidades, porque, aunque somos hijos de Dios, seguimos siendo seres humanos que estamos lejos de ser modelos de perfección. Tampoco estamos todos en el mismo nivel de espiritualidad, de madurez y de progresión – por ejemplo, hay personas recién convertidas que maduran con mucha rapidez, otras más lentamente, pero también hay cristianos de toda la vida que todavía se encuentran en un estado de inmadurez casi total.



1. BUSCANDO LA PERFECCION EN LO IMPERFECTO

El versículo revela una preocupación del apóstol Pablo acerca de dos miembros de una familia de la congregación de los filipenses: la hermanas Evodia y Síntique, entra las cuales, aparentemente, existía un motivo de discordia o de rivalidad.



Ciertamente, resulta muy llamativa la delicadeza de la que hace gala el Apóstol para dirigirse a estas dos hermanas, ya que no lo hace con un tono imperativo o despectivo, sino con humildad, amor y misericordia (“ruego a Evodia y a Síntique...”). Por supuesto, Pablo tenía la autoridad delegada por Dios para reprender a ambas con dureza, mas prefirió dejarla de lado a fin de darle paso a la gracia divina.



Hermanos, en cualquier situación tensa, subir el tono de voz o comportarse de forma agresiva, nunca arregla las cosas sino que las empeora. El libro de Proverbios nos da, al respecto, dos consejos muy sabios: “La blanda respuesta quita la ira; mas la palabra áspera hace subir el furor”, y así mismo, “con larga paciencia se aplaca el príncipe, y la lengua blanda quebranta los huesos” (Proverbios 15:1, 25:15). En otras palabras, la ira excita la ira como el hierro agudiza el hierro, mas la templanza y la respuesta dulce calman el furor.



Es menester, por ende, tratar los asuntos familiares con mucha delicadeza y amor. En efecto, la agresividad es contraproducente y genera tomas de posición radicales que trancan el proceso de saneamiento de los roces entre miembros de una familia humana (o de la familia de Dios).



Las familias perfectas no existen, y tampoco podemos pretender que nuestros familiares sean perfectos. En el caso de los hijos, sobre todo, queremos mantener un control de tal magnitud sobre ellos, que, en ciertas ocasiones, no les damos espacio ni siquiera para respirar. Usamos siempre el martillo para someterlos, y no les dejamos pasar absolutamente nada, aún cuando no se tratan ni siquiera de pecados. Quizás, las demostraciones de fuerza y de autoridad desmedida o continua le hacen sentir a usted muy respetado, mas éstas nunca se granjearán el respeto de sus hijos, sino miedo y hasta odio en su contra. Muchas veces, estamos reproduciendo los mismos esquemas de la educación severa en extremo que hemos recibido, y nos olvidamos hasta qué punto aquella nos hacía sufrir.



Ahora bien, el problema crucial, en muchas familias, radica en que los padres buscan la perfección de los hijos en lugar de su felicidad. Por consiguiente, la búsqueda de la perfección en nuestra prole hace que la visualicemos como personas exentos de faltas o de errores. Así mismo, asumimos que nuestros hijos saben o conocen ciertas cosas, sin que se las hayamos explicado previamente. Este factor nos lleva a nosotros, padres, a comportarnos de forma injusta ---e incluso cruel— con ellos. Por ejemplo, les pedimos que hagan algo sin darles antes instrucciones específicas y, citando no lo logran realizar, nos molestamos en gran manera, y hasta los tratamos de “incapaces” o de “inútiles” (si no es que los maltratamos físicamente).



No obstante, ¿sabía usted que este tipo de maltrato verbal genera en ellos complejos, una baja autoestima, falta de confianza en sus capacidades, y traumas psicológicos que los perseguirán por el resto de sus vidas? En vez de regañarle o de pegarle, ¿por qué no le dice que va a ayudarle a hacerlo de nuevo? Porque, por supuesto, la crítica, el insulto, el látigo y los golpes son más fáciles de dar, en vez de asumir que no podemos hallar la perfección en los seres humanos quienes, por naturaleza, son imperfectos. Y es que el único perfecto es y será siempre Dios.



De la misma forma, en lo que atañe al matrimonio, de ninguna manera podemos aspirar a que nuestro cónyuge sea perfecto. En primer lugar, esto implica que nos visualizamos a nosotros mismos como un modelo de perfección, lo cual distamos de ser. En segundo lugar, el hecho de contraer nupcias buscando la perfección en el otro, es un propósito desviado y erróneo que lleva, inevitablemente al fracaso. En efecto, esto no sólo nos hace crear conflictos emocionales en nuestra pareja sino que también nos torna agresivos, incordios e insoportables. ¿Qué desea usted entonces? ¿Un cónyuge perfecto o un cónyuge feliz de vivir con usted?



Lograr la felicidad, la armonía, la paz en el seno del hogar (y de la congregación) era la meta a la que apuntaba el apóstol Pablo, y no la perfección. La búsqueda de la perfección ha de ser en el ámbito espiritual y no en el humano, por este mismo hecho, dijo nuestro Señor Jesucristo: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48).



Dicho en otros términos, la imperfección siempre estará en el seno de la Iglesia, del hogar o del matrimonio, pero el Señor nos invita a desear perfeccionarnos en el ámbito espiritual.



2. FELICIDAD Y PERFECCIÓN EN CRISTO

Uno de los atributos de Dios es el amor, y ese amor inconmensurable cubre todas nuestras imperfecciones y nuestras faltas. Por este motivo exclamó el profeta Jeremías: “Jehová se manifestó a mí hace va mucho tiempo, diciendo: con amor eterno te he amado; por tanto, te extenderé mi misericordia” (Jeremías 31:3). Amados lectores, Dios nos amó primero con un amor eterno, y entregó a Su Hijo unigénito para que la perfección que habita en El sea también nuestra un día.



Dice la epístola a los Efesios: “Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Efesios 3:17-19).



Citando vinimos a los pies de Cristo, El puso en nosotros felicidad, pero no puso la perfección. Según revela Gálatas 5:22-23, los frutos que debemos producir en nuestra vida cristiana son: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza. ¿Acaso se cuenta la perfección entre estos frutos del Espíritu? De ninguna manera.



En primera instancia, Dios anhela que seamos felices y que nos regocijemos en El (Filipenses 4:4), más en ningún momento nos exige que produzcamos perfección, simple y llanamente porque somos incapaces de ello. Por consiguiente, la felicidad debe anteponerse a la perfección. y la primera hace desear la segunda.



Si usted es feliz, las cosas marcharán mejor en su vida espiritual, personal, sentimental y familiar. En efecto, la felicidad nos permite: 1) aspirar a mejorar y extendernos hacia la perfección; 2) manejar las situaciones más difíciles y oscuras de forma positiva; 3) ser amables con nuestro prójimo; 4) y por último, hacer felices a los que tíos rodean —tanto a los nuestros como a la congregación en la que militarnos.



Tristemente, la persona que no es feliz es incapaz de transmitir felicidad a otros; por cuanto la felicidad sobrepuja la ira, el enojo, la rabia, etc., que podamos tener, y nos permite trabajar con los defectos o las limitaciones de nuestro entorno.



Querido lector, no busque ser perfecto, ni que los demás lo sean porque es algo imposible de lograr. En cambio, bosque ser feliz y que los demás lo sean también. Aquel que proyecta felicidad provoca a otros a buscar de Dios, y también a entrar en el camino de la voluntad de Dios.



A través del Apóstol Pablo, el Espíritu Santo no exhortó a Síntique y a Evodia a que fueran de caracteres o de personalidades similares, sitio a que tuvieran un mismo sentir en Cristo. Estas son dos cosas muy diferentes la una de la otra. En efecto, al convertirse, el ser humano no pierde su carácter porque éste define su personalidad y lo hace único, pero si debe aprender a sujetar su carácter (temperamento) conforme va madurando en los caminos del Señor.



Así como en una iglesia hallamos todo tipo de caracteres y de formas de ser’, también encontramos —como decíamos al principio— distintos niveles de espiritualidad, de consagración y de santidad. Pedro, por ejemplo, era impulsivo y con un temperamento muy fuerte, mientras que Juan era amoroso y pacífico. Sin embargo, estos factores no les impedían ser felices con el Señor, ni tampoco tienen por qué impedir que nosotros seamos felices en la familia de Dios. Aquello que nos une es nuestro amor hacia Dios, y no nuestra forma de ser o de evolucionar en la Iglesia.



¿Por qué en lugar de darnos a la crítica y a la censura, frutos de una búsqueda frustrada de la perfección, no nos dedicamos a ser felices y a hacer felices a los que nos rodean?



¿Quiere que sus hijos sean mejores? Busque primero su felicidad, y verá cómo los hijos felices responden, se identifican y apoyan a sus padres. De la misma manera, el cónyuge feliz le hará feliz a usted de vuelta e intentará agradarle, porque ve que usted lo acepta como es y no como quisiera que fuera. De otra parte, la felicidad en la Iglesia es portadora de armonía, de adoración y de comunión.



3. CONCLUSION

La felicidad es la meta principal que Dios quiere cumplir en nosotros. Si usted la quiere para usted, búsquela también para su familia y su congregación. Sea, pues, un agente de felicidad para derramarla en su entorno. Que el Señor les bendiga y prospere en todo