Mensajes Escritos de Impacto

 

 

LA MUJER DEL FLUJO DE SANGRE









Y le seguía una gran multitud, y le apretaban. Pero una mujer que desde hacía doce años padecía de flujo de sangre, y había sufrido mucho de muchos médicos, y gastado todo lo que tenía, y nada había aprovechado, antes le iba peor, cuando oyó hablar de Jesús, vino por detrás entre la multitud, y tocó su manto. Porque decía: Si tocare tan solamente su manto, seré salva. Y en seguida la fuente de su; sangre se secó; y sintió en el cuerpo que estaba sana de aquel azote. Luego Jesús, conociendo en sí mismo el poder que había salido de él, volviéndose a la multitud, dijo:

¿Quién ha tocado mis vestidos? Sus discí­pulos le dijeron: Ves que la multitud te aprie­ta, y dices: ¿Quién me ha tocado? Pero él miraba alrededor para ver quién había hecho esto. Entonces la mujer, temiendo y tem­blando, sabiendo lo que en ella había sido hecho, vino y se postró delante de él, y le dijo toda la verdad. Y él le dijo: Hija, tu fe te ha hecho salva; ve en paz, y queda sana de tu azote” (Marcos 5:25-33).



Los Evangelios de Mateo (9.20-22) y Lucas (8:43-48) también recogen la historia de esta mujer cuya desesperación la trajo a los pies de Cristo. Se trata de la conocida “mujer del flujo de sangre”, quien padecía una hemo­rragia incesante desde hacía doce años.



En un principio, aquella mujer había acu­dido a la ciencia, confiando que en ésta ha­llaría alivio para su enfermedad, pero los médicos tan sólo logra­ron llevarla a la bancarrota, sin poder curarla con ningún tratamiento de su tiempo.



En efecto, las Escrituras señalan que, en vez de mejorar algo, su situación se tornaba cada vez más desesperada: “Había sufrido de muchos médicos, y gastado todo lo que tenía, y nada había aprovechado, antes le iba peor” (Marcos 5:24-25). Según indica el versículo, aquella mujer había llegado al final de ella misma y de todos los recursos, a ese trance en el que ya no existe ninguna solución humana posible. Más, precisamente, cuando vino a tocar el fondo del pozo de la desesperanza, decidió alzar su mirada hacia los cielos y fue socorrida.



Asimismo, hay ocasiones en las que Dios nos introduce en procesos dolorosos o angustiosos, sólo con vistas a que lleguemos al final de nosotros mismos. En otras palabras, el Señor nos pone la espalda contra la pared, para que le cedamos algún ámbito de nuestras vidas que nunca antes hemos estado dispuestos a entregarle. Esto no consiste en un chantaje, sino en un acto de misericordia sublime que trasciende la comprensión y el entendi­miento humano, pero cuyo propósito estriba en acercarnos a El.



1. ESCUCHAR EL MENSAJE



El primer paso de la mujer del flujo de sangre consistió en escuchar el mensaje de Cristo (“oyó hablar de Jesús”. Marcos 5:25). Y ciertamente, cuando uno oye el mensaje divino de poder, tarde o temprano, se acerca a este río hasta su­mergirse finalmente en él. Aquel mensaje del Ver­bo de Dios hizo nacer en ella la fe necesaria para recibir su sanidad, porque, como bien dice la Palabra del Señor: “la fe es por el oír, y el oír por la palabra de Dios” (Romanos 10:17).



En la actualidad, el inundo está inundado con mensajes de pornografía, de violencia, de críme­nes, de terrorismo, de división familiar, de divor­cio, de maldad, etc. Sin embargo, a pesar de este amedrentador mar de confusión y negatividad, todavía el pueblo de Dios tiene un mensaje po­sitivo, de esperanza, de vida, de gracia, de per­dón y de liberación que impartir a sus contem­poráneos, a saber, el mensaje de Cristo. ¿Cómo, pues, nos avergonzaremos del Evangelio, cuan­do es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree? (Romanos 1:16).



La gran diferencia entre nuestro mensaje y los mensajes de los famosos de este inundo, estriba en que éstos últimos sólo traen un regocijo o una esperanza efímera, mueren y pasan por cuanto no tienen vida. En cambio, la Palabra de Dios es vida, y vivifica a aquel que lo escucha porque: “Toda carne es hierba, y toda su gloria como flor del campo [...] La hierba se seca, y la flor se marchita; mas la palabra del Dios nuestro permanece para siempre” (Isaías 40:6.8).



2. VENIR A JESUS



Aquella mujer enferma puso su confianza en los hombres y en el poder de la ciencia, pero ambos la decepcionaron. Sin embar­go, aquel día glorioso decidió venir a la única persona que era indicada.



El Señor Jesucristo estaba rodeado de todos Sus discípulos, y también estaba presente su madre María, pero aquella mujer se acercó directamente a Jesús (“vino [a Jesús] por detrás de la multitud”. Marcos 5:27). La religión tradicional nos ha enseñado a creer en múltiples mediadores entre Dios y los seres humanos, como la Virgen y los santos, mas las Sagradas Escrituras son contundentes al respecto: “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos, de lo cual se dio testimonio en su debido tiempo” (1 Timoteo 2:5)



Cristo es el único que todavía hoy transforma las vidas, y quien cambia al hombre pecador en una nueva criatura. No necesitamos, por ende, que ningún otro sirva de intermediario entre el Padre y nosotros, sino que Jesucristo es el Sumo Sacerdote que nos abrió el trono de la gracia por medio de Su perfecto sacrificio en la cruz del Calvario.



La epístola a los Hebreos declara: “Por tanto, te­niendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios [...] Acerquémonos, pues, confia­damente al trono de la gracia para alcanzar misericor­dia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4: 14. 16).



En conclusión, debemos acudir sola y exclusiva­mente a Jesús, porque es El quien tiene la solución para cualquiera de los problemas que nos sofocan. Nuestro amado Salvador mismo nunca nos ha remitido a otra persona, sino que en persona dijo: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré des­cansar” (Mateo 11:28).



3. TENER FE





La mujer del flujo de sangre tenía fe, y ella no pen­só: “Veré si. por casualidad, al tocar su manto seré sana”: ni tampoco ‘‘si toco el manto, quizá me sanaré’’. La afir­mación que hizo en lo más profundo de su corazón, no admitía ningún fracaso en su tentativa: “Si tocare sola­mente su manto, seré salva” (Marcos 5:21).



Según las Sagradas Escrituras, la fe consiste en “la cer­teza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1), y ciertamente, aquella mujer valiente iba convencida y segura a buscar su bendición. En efec­to, el hecho de no pedirle a Dios con fe nos hace asemejarnos “a la onda del mar, que es arrastrada por el vien­toy echada de una parte y otra”, y “no piense, pues, el que tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor” (San­tiago 1:6-7).



Cuántas veces pasamos al altar, y quizá el predicador ministra por nosotros con fuego, nos sacude y nos menea, pero no recibimos lo que habíamos venido a buscar. Eso es por falta de fe. y esta carencia desagrada a Dios: “Pero sin fe es imposible agradar a Dios; por­que es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6).



Amados lectores, Dios se place en realizar porten­tos y maravillas, como sanar de cáncer o de SIDA, pero también se complace en llevar a cabo cosas sencillas. A veces, como pastores, oramos casi sin fe en que el Señor va a obrar en alguna circunstancia; mas Dios nunca pisoteará la fe de Sus hijos. Quienes, creen que El puede hacer un milagro y se acercan al trono de la gracia confiadamente.



En algunas ocasiones, nosotros -que decimos ser cristianos-no recibimos alguna sanidad que sí recibe un inconverso. A ve­ces, incluso, pasamos al altar y nos declaramos sanos “por fe”, pero si se vuelve a hacer otro llamado para sanidad, somos capa­ces de volver a pasar. ¿Por qué? Porque en lugar de creer simple­mente que Dios opera la sanidad, tenemos tendencia a esperar que se nos aparezca un ángel o un arcángel en una visión, y verlo ungirnos con un poco de aceite, para poder creer que Dios ha hecho la obra.



Jesucristo, el Verbo de Dios, nos ha dejado varias promesas sencillas, pero ¡oh cuán poderosas para aquel que las atesora!... “Si puedes creer, al que cree todo le es posible” (Marcos 9:23); “Por tanto os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá” (Marcos 11:24); “Para los hombres es imposible, mas para Dios, no; porque todas las cosas son posibles para Dios” Marcos 10:27); “loque es imposible para los hom­bres, es posible para Dios” (Lucas 18:27).



En respuesta a su acto de fe sencillo, la mujer del flujo de sangre recibió de forma inmediata la sanidad que había venido a buscar: “Y en seguida la fuente de su sangre se secó; y sintió en el cuerpo que estaba sana de aquel azote” (Marcos 5:29).



4. DECIRLE AL SENOR TODA LA VERDAD



Cuando Cristo preguntó quién había tocado Sus vestidos, El no estaba preguntado quién entre la multitud lo había apretado o quién había tocado su manto sin querer; sino quién era la persona que lo había hecho con fe. Por cuanto Jesucristo conoció “en si mismo el poder que había salido de él” (Marcos 5:30).



La mujer que había sido sanada se acercó con temor y tem­blor, “y le dijo toda la verdad” (Marcos 5:33). ¡Qué frase tan her­mosa! Y es que también nosotros necesitamos, por encima de cualquier otra cosa, confesarle a Dios toda la verdad en lo que nos concierne.



Estimado hermano y amigo, decirle al Señor toda la verdad implica no esconderle nada, aunque El ya conoce de antemano todas las cosas que le podamos contar. Cristo no nos está esperando con una espada para quitarnos la cabeza, sino que tiene su mano extendida para ayudarnos y socorrernos.



En efecto, nuestro amado Salvador Jesucristo está dispuesto a escuchar cuáles son nuestros temores, nuestras penas, nues­tras faltas, nuestros errores y nuestros pecados. Y aun cuando nos encontrásemos al borde de la muerte, nunca será demasiado tarde para contarle toda la verdad a Dios. El Señor nos ama con amor eterno, y aunque ha soportado muchos fallos y desprecios de nuestra parte, todavía sigue dispuesto a ayudar a todo aquel que se acerca con fe. Dios no echa fuera a nadie que venga a postrarse a sus pies.



5. CONCLUSION



En resumidas cuentas, la historia de la mujer del flujo de sangre nos enseña cuatro grandes lecciones que todavía son de actualidad. Primero, es menester que escuchemos el mensaje de Cristo: segundo, que nos acerquemos sólo a Jesús; tercero, que tengamos fe: y por último que siempre le digamos a El toda la verdad.



Quizá, estimado lector, usted no está padeciendo de una hemorragia continua, pero se encuentra en una situación igual de desesperante que la de aquella mujer israelí. No obstante, ella tuvo que llegar hasta el final de sí misma, para poder tener aquel encuentro crucial con el Hijo de Dios.