
Regresar a
La Iglesia en el Siglo II
LOS MÁRTIRES DE LYON (a. 177 d.c.)
INTRODUCCIÓN:
¿Que puedo decir como "cristiano" del s. XX-XXI
para introducir este impresionante testimonio de
la fe de nuestros antepasados?, leyéndolo,
muchas veces me he cuestionado que quiere decir
ser cristiano en esta época de tantas nuevas "teologías",
"unciones" y "modas espirituales" en el mundo
protestante o evangélico, y de acomodación e
ignorancia Escritural entre los católicos
romanos y otros grupos tradicionales. En la
época en la que para justificar nuestras
comodidades occidentales frente al sufrimiento
del resto del mundo hemos inventado la llamada "teología
de la prosperidad" y fábulas como la "súper-Fe"
o "La unción de la risa".
Mientras que leo con estupor que el año pasado,
en el olvidado Tercer Mundo, al menos 160.000
personas murieron asesinados por llevar el
nombre de cristianos.
En fin, querido lector, párate unos minutos a
leer esta sobrecogedora acta de martirio (quizás
la más impresionante), y testimonio del triunfo
de la fe.
"Carta de las Iglesias de Viena y Lyon sobre el
martirio de Potino, obispo y otros muchos fieles.
1. Los siervos de Cristo que habitan en Viena y
Lyon en las Galias, a sus hermanos de Asia y
Frigia, que participan de nuestra fe y nuestra
esperanza en la redención, paz, gracia y gloria
por el Padre y Nuestro Señor Jesucristo. Nadie
podía explicar, ni nosotros describir, la
grandeza de las tribulaciones que los
bienaventurados mártires han padecido, ni la
rabia y furor de los gentiles contra los santos.
Nuestro adversario reunió todas sus fuerzas
contra nosotros, y en sus designios de perdernos,
ha ido con cautela haciéndonos sentir al
principio algunas señales de odio. No dejó
piedra por mover, sugiriendo a sus satélites
toda clase de medios contra los siervos del
Señor; llegó a tal extremo que ni en las casas
ni en los baños, ni aun en el foro, se toleraba
nuestra presencia; en ningún lugar nos podíamos
presentar.
2. La gracia de Dios nos asistió contra el
demonio; ella fortaleció a los más débiles y les
hizo fuertes como columnas, que resistieron a
todos los empujes del enemigo. Estos,
sorprendidos de improviso, soportaron toda
suerte de ultrajes y tormentos que a otros
hubieran parecido demasiado largos y dolorosos,
pero a ellos les perecían ligeros y suaves: tal
era su deseo de unirse con Cristo. Nos mostraron
con su ejemplo que no hay comparación entre los
dolores de esta vida y la gloria que en la otra
hemos de poseer. En primer lugar, hubieron de
sufrir todos los insultos y vejaciones que el
pueblo en masa les prodigó, gritos, golpes,
detenciones, confiscaciones de bienes,
lapidaciones y, por fin, la cárcel; en suma,
cuanto un pueblo furioso suele prodigar a sus
víctimas. Todo fue soportado con admirable
constancia. Los que habían sido arrestados
fueron conducidos al foro por el tribuno y los
duunviros de la ciudad, e interrogados ante el
pueblo. Todos confesaron su fe y fueron
encarcelados hasta el regreso del legado
imperial.
3. A su vuelta fueron llevados a su presencia, y
como tratase con extrema dureza a los nuestros,
Vecio Epágato, uno de nuestros hermanos que
asistía al interrogatorio, tan encendido en el
amor de Dios como en el del prójimo, y que desde
muy joven había merecido los elogios que el
anciano como Zacarías, por su vida austera y
perfecta, caminando con firmeza por las vías del
Señor, impaciente de hacerse de algún modo útil,
no pudo sufrir tan manifiesta iniquidad, y lleno
del celo de Dios pidió para si la defensa de los
acusados, comprometiéndose a probar que no
merecían la acusación de ateísmo e impiedad. Los
que rodeaban el tribunal exclamaron a voces
contra él. El legado rehusó su demanda, por más
justificada que fuera, y le preguntó simplemente
si era cristiano: "Sí", respondió él con voz
clara y resuelta; y fue agregado al número de
mártires. "Ved ahí al abogado de los cristianos",
dijo el presidente con ironía. Pero Vecio tenía
dentro de sí al abogado por excelencia, al
Espíritu Santo, en mayor abundancia aún que
Zacarías, puesto que le inspiró entregarse a si
propio en defensa de sus hermanos. Fue y es
genuino discípulo de Cristo, y sigue al Cordero
por doquiera que va.
4. Desde aquel momento, también los demás
confesores comenzaron a distinguirse. Los
primeros mártires confesaron su fe con todo
denuedo y alegría de ánimo. Entonces también se
conocieron los que no estaban tan fuertes y
preparados para tan furioso ataque. De éstos,
diez apostaron, lo que nos produjo gran pena, y
fue causa de abundantes lágrimas, porque con su
conducta atemorizaron a otros muchos, que
quedaron libres, los cuales, a costa de
innumerables peligros, asistieron a los que
habían confesado su fe.Por aquellos días todos
éramos presa de un gran temor y sobresalto por
el éxito incierto de la confesión de la fe, más
bien que por temor a los tormentos que se nos
daban, por el de las apostasías. Cada día nuevos
arrestos venían a llenar los vacío dejados por
las defecciones, y muy pronto los más preclaros
de los miembros de las dos iglesias, sus
fundadores, estuvieron encarcelados. También lo
fueron algunos siervos nuestros aunque eran
gentiles, porque la orden de arresto del
procónsul nos englobaba a todos. Estos
desgraciados, incitados por el demonio,
aterrorizados por los tormentos que veían
padecer a los fieles, y movidos a ello por los
soldados, declararon que infanticidios,
banquetes de carne humana, incestos y otros
crímenes, que no se pueden nombrar, ni aun
imaginar, ni es posible que jamás hombre alguno
haya cometido, eran cometidos por nosotros los
cristianos. Estas calumnias, esparcidas entre el
vulgo, conmovieron de tal manera los ánimos
contra nosotros, que aun aquellos que hasta
entonces, por razones de parentesco, se habían
mostrado moderados, se enardecieron contra
nosotros. Entonces se cumplió lo que dijo el
Señor: "Llegará un día en que aquellos que os
quiten la vida crean hacer una obra agradable a
Dios". Desde aquellos días los mártires
santísimos sufrieron tales torturas, que ni
explicarse pueden, con las cuales Satán
pretendía hacerles confesarse reos de los
crímenes de que se los acusaba.
5. Se cebó de un modo particular el furor del
pueblo, del presidente y de los soldados sobre
el diácono de Viena, Santos, sobre Maturo
neófito, pero, a pesar de ello, valiente atleta
de Cristo, sobre Atalo, originario de Pérgamo,
apoyo y columna de nuestra iglesia sobre
Blandina, en la cual demostró Cristo que lo que
a los ojos de los hombres es vil, ignominioso y
despreciable, es para Dios de gran estima, en
razón del amor demostrado a El y de la fortaleza
en confesarle; porque Dios aprecia las cosas
como en sí son, no las apariencias. Todos
temíamos, y en particular la que habla sido su
señora (también se encontraba entre los mártires),
que aquel cuerpo tan diminuto y débil no podría
confesar la fe hasta el fin; pero fue tal la
fortaleza de Blandina, que los verdugos que se
relevaban unos a otros desde la mañana hasta la
noche, después de aplicarla todos los tormentas,
tuvieron que desistir, rendidos de fatiga.
Agotados todos sus recursos, se confesaron
vencidos, admirándose de que aun quedase con
vida después de tener todo el cuerpo desgarrado
y deshecho por los tormentos, llegando a
confesar que una sola de las torturas hubiera
bastado para causarla la muerte, cuanto más
todas ellas. A pesar de todo, ella, como un
fuerte atleta, renovaba sus tuerzas confesando
la fe. Y pronunciando estas palabras: "Soy
cristiana" y "Nosotros no hacemos maldad alguna",
parecía descansar y cobrar nuevos ánimos
olvidándose del dolor presente.
6. También Santos, habiendo experimentado en su
cuerpo todo los tormentos que el ingenio humano
pudo imaginar, y cuando esperaban sus verdugos
que a fuerza de torturas conseguirían hacerle
confesar algún crimen, estuvo tan constante y
firme que no dijo su nombre ni el de su nación,
ni el de su ciudad, ni aun si era siervo o libre,
sino que a todas las preguntas respondía en
latín: "Soy cristiano . esto era para él su
nombre, su patria y su raza, y los gentiles no
pudieron hacerle pronunciar otras palabras. Por
todo lo cual se encendió contra él de un modo
especial la ira y furor del presidente y de los
verdugos; hasta tal punto, que no quedándoles ya
más lugar en que atormentarle, le aplicaron
láminas de bronce ardiendo sobre las partes más
sensibles del cuerpo Mientras sus miembros se
abrasaban, él permanecía firme e inconmovible en
su confesión, porque estaba bañado y fortificado
por las aguas de vida que manan del cuerpo de
Cristo. El cuerpo mismo del mártir atestiguaba
claramente lo que había sufrido, porque todo él
era una llaga, contraído y retorcido, de tal
forma que m la figura de hombre conservaba. En
el cual, padeciendo el mismo Cristo, obraba
grandes milagros, derrotando por completo al
enemigo y dando ejemplo a los demás fieles, de
que donde reina la caridad del Padre no hay nada
que temer, porque el dolor se cambia en gloria
para Cristo. Pasados algunos días, aquellos
malvados volvieron a atormentar al mártir,
creyendo que si reiteraban los tormentos sobre
las llagas sangrientas e hinchadas saldrían
vencedores, porque en tal estado hasta el solo
tocarlas con la mano produciría un dolor
insoportable Al menos esperaban que si morían en
los tormentos, los demás se intimidarían. Nada
de esto ocurrió, porque contra lo que todos
esperaban, el cuerpo de repente recobró su vigor
y antigua hermosura, de tal modo que el segundo
tormento más bien fue para él un refrigerio que
una pena.
7. Bibliada era una mujer de aquellas que habían
renegado de Cristo, el diablo, creyéndola ya
suya, y queriéndola hacer responsable de un
nuevo crimen, el de blasfemia, la condujo al
tormento, esperando que como antes se había
mostrado débil y remisa, ahora conseguiría de
ella hacerla confesar nuestros crímenes. Pero
ella lo rehuso, aunque la aplicaron el tormento,
y recapacitando y como despertando de un
profundo sueño, los tormentos que tenía
presentes la hicieron pensar en los del infierno.
Y dijo a sus verdugos: "¿Cómo creéis vosotros
que unos hombres a quienes está prohibido comer
carne de animales han de comerse a los niños?"
Desde aquel momento se confesó cristiana y fue
contada entre el número de los mártires.
8. Como todos los tormentos inventados por los
tiranos fuesen superados por la constancia que
Cristo concedió a sus confesores, el diablo
inventó nuevos modos de tormentos. Se los
encerró en oscurísimos y muy incómodos calabozos,
con los pies metidos en cepos y estirados hasta
la quinta clavija, además de todos los inventos
de nuevos suplicios que los crueles carceleros,
inspirados por el demonio, Imaginaron para dar
tormento a sus víctimas. A tal extremo llegaron
que muchos perecieron asfixiados en las cárceles
Dios, que en todas las cosas muestra su gloria,
les habla reservado tal género de muerte. Otros
que hablan sido tan atrozmente martirizados que
ni Imaginarse podía, quedaron con vida, aunque
se les hubieran aplicado todos los remedios,
continuaron en la cárcel, destituidos de auxilio
humano, pero confortados por el Señor, firmes
espiritual y corporalmente, los cuales
enardecían y consolaban a los demás. Otros que
hablan sido apresados posteriormente y que no
estaban tan acostumbrados a los tormentos, no
pudiendo soportar los padecimientos de la cárcel,
expiraron en ella.
9. El bienaventurado Potino, obispo de la
iglesia de Lyon, más que nonagenario, y con el
cuerpo tan débil que apenas retenía en sí el
espíritu, recobró nuevos bríos ante la
inminencia del martirio, también el fue
conducido al tribunal. Su cuerpo, débil por la
edad, y además enfermo, encerraba un alma
dispuesta a triunfar por Cristo Fue llevado al
tribunal por los soldados, acompañándole los
magistrados de la ciudad y una muchedumbre
inmensa, que le aclamaba a voces como si él
fuera el mismo Cristo. Ante el tribunal dio
egregio testimonio de su fe. Preguntado por el
presidente cuál era el Dios de los cristianos,
respondió: "Si eres digno le conocerás". Luego,
sin respeto alguno, fue arrastrado y cubierto de
heridas, porque los que estaban cercanos a él le
dieron de patadas y puñetazos, sin el menor
respeto a sus canas. Los que estaban más lejos
le arrojaron cuanto les vino a las manos: todos
ellos se hubieran creído reos de un gran crimen
si no le hubieran atormentado cuando pudieron
Así creían vengar la injuria de sus dioses. En
aquel estado fue llevado a la cárcel donde
expiró a los dos días.
10. Entonces brilló de un modo particular la
providencia divina, y se manifestó la inmensa
misericordia de Jesucristo en un hecho que a
nosotros nos parece raro, pero muy propio de la
sabiduría y bondad de Cristo. Todos aquellos
hermanos que habían sido apresados cuando la
primera orden de detención y que habían renegado
la fe, fueron encarcelados lo mismo que los que
la habían confesado, y sufrían las mismas
penalidades que los mártires. Nada les valió su
apostasía. Aquellos que se confesaron cristianos
fueron encarcelados como tales, y no se les
imputó otro crimen. En cambio, a los otros se le
encarcelaba como a homicidas y hombres
criminales, y sufrían doble tormento que los
demás. Porque a los verdaderos mártires les
consolaba y daba ánimo el gozo del martirio, la
esperanza de la gloria y el amor a Jesucristo y
del Espíritu del Padre. Por el contrario, a los
renegados les remordía su conciencia, tanto que
con sólo mirarlos a la cara se les conocía y se
les distinguía de los demás. Los verdaderos
mártires andaban alegres, reflejándose en sus
caras una cierta majestad y nobleza, de modo que
las cadenas para ellos eran un adorno, que
aumentaba su hermosura, como la de una desposada
vestida de su traje de boda. A los apóstatas se
les veía con la cabeza baja, sucios, mal
vestidos, cubiertos de ignominia hasta para los
mismos gentiles, que despreciaba su cobardía y
los trataban como a asesinos confesos por su
propio testimonio. Habían perdido el glorioso y
salutífero nombre de cristianos. Todo esto era
un gran estímulo para los confesores de la fe
que lo veían. Cuando después eran apedreados
algunos otros, en seguida confesaban la fe para
no caer en la tentación de cambiar de propósito.
11. Más tarde se dividió a los mártires por
grupos, según el género de martirio: de esta
suerte los gloriosos confesores presentaron al
Padre una corona tejida de flores de diversos
colores. Era justo que aquellos valientes
luchadores que habían tenido tantos combates y
tantos triunfos, recibieran la corona de la
inmortalidad. Maturo, Santos, Blandina y Atalo
fuero condenados a las bestias en el anfiteatro,
para dar un público espectáculo de inhumanidad
gentilicia a costa de los cristianos. Maturo y
Santos de nuevo soportaron en el anfiteatro toda
la serie de los tormentos como si antes nada
hubieran sufrido; o, mejor dicho, como atletas
que, superados la mayor parte de los obstáculos,
luchan por conseguir la corona. De nuevo
debieron padecer los mismos suplicios; las varas,
los mordiscos de las fieras que los arrastraban
por la arena y todo lo que el vulgo furioso
pedía a gritos. Al fin las parrillas al rojo,
sobre las cuales se asaban las carnes de los
mártires, despidiendo olor intolerable, que se
extendía por todo el anfiteatro. Ni esto bastó
para calmar aquellos instintos sanguinarios, muy
al contrario, aumentó su furor con el deseo de
vencer la constancia de los mártires. A Santos
no consiguieron hacerle pronunciar otra palabra
que aquella que había repetido desde el
principio: "Soy cristiano". Por fin, después de
tan horrible martirio, como aún respirasen, tare
mandado que los degollasen. Aquel día ellos
dieron el espectáculo al mundo en lugar de los
variados juegos de los gladiadores. Blandina fue
expuesta a las fieras suspendida en un poste.
Atada a el en forma de cruz, constantemente
estuvo haciendo oración a Dios con lo cual
esforzaba el valor de los demás mártires, los
cuales, en la persona de la hermana, veían con
sus propios ojos la imagen de aquel que murió
crucificado por su salvación, y para demostrar a
los que creyeran en él que todo aquel que
padeciera por la gloria de Cristo habla de ser
partícipe con Dios. No atacando ninguna fiera el
cuerpo de la mártir. fue depuesta del madero y
encerrada en la cárcel, reservándola para un
nuevo combate. Vencido el enemigo en todas estas
escaramuzas, la derrota de la tortuosa serpiente
sería inevitable y segura, y con su ejemplo
estimularía el valor de los hermanos. Puesto que
aunque de por sí era delicada y despreciable,
revestida de la fortaleza del invicto atleta
Cristo, triunfaría repetidas veces del enemigo y
conseguiría, en glorioso combate una corona
inmarcesible. El populacho pidió a grandes voces
el suplicio de Atalo, porque era de familia
noble; él se presentó al combate con la
conciencia tranquila por haber obrado con
rectitud. Porque estaba bien impuesto en la
doctrina del cristianismo y siempre había sido
entre nosotros un fiel testigo de la verdad.
Paseáronle por el anfiteatro, y delante de él
era llevada una tabla, sobre la cual se habla
escrito en latín: "Este es Atalo, el cristiano",
lo cual fue motivo para que los espectadores se
enardecieran más contra él. Cuando el legado se
dio cuenta de que era ciudadano romano, mandó
que fuera de nuevo conducido a la cárcel con
todos los demás. Luego consultó al Cesar sobre
lo que habla de hacerse con los encarcelados, y
esperó su respuesta.
12. Esta tregua no fue infructuosa y sin
provecho, porque gracias a la indulgencia de los
confesores se reveló la inmensa misericordia de
Cristo; los miembros de la iglesia que habían
perecido, con la ayuda y solicitud de los
miembros vivos, fueron devueltos a la vida, y
con gran gozo de la iglesia virgen y madre,
volvieron a su seno sanos y salvos aquellos
hijos abortivos que ella había arrojado. Por
mediación de los mártires santísimos aquellos
otros que habían apostatado la fe volvieron a la
iglesia y fueron como concebidos de nuevo, y
animados de nuevo con calor vital aprendían a
confesar la fe. Cuando estuvieron ya devueltos a
la vida y confortados por la misericordia de
Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino
más bien que se arrepienta y viva por segunda
vez, se presentaron al tribunal para ser
interrogados por el legado; porque ya éste había
recibido un rescripto del emperador, según el
cual los que perseveraran en la confesión de la
fe debían ser decapitados, y los que renegasen
absueltos y puestos en libertad. El día de la
gran feria, que se celebra entre nosotros, y a
la que acuden mercaderes de todas las provincias,
el legado mandó comparecer a los mártires ante
su tribunal, intentando dar al pueblo una
especie de función teatral. En el nuevo
interrogatorio todos los que eran ciudadanos
romanos fueron condenados a la pena capital y
los demás a ser expuestos a las fieras.
13. Aquello fue un triunfo para Cristo; todos
los que antes habían negado la fe, entonces la
confesaron con gran valentía contra todo lo que
esperaban los gentiles. Se los interrogó aparte
de los demás, creyendo que renegarían la fe y
serían puestos en libertad; pero como confesaron,
fueron agregados al grupo de los mártires. Sólo
quedaron fuera aquellos en cuyas almas no había
ni rastro de fe, ni respeto por el traje del
Bautismo, ni traza de temor de Dios; hijos de
perdición, que con su manera de vivir infamaban
la religión que profesaban. Todos los otros
fueron incorporados a la Iglesia. Cuando éstos
eran interrogados, Alejandro, frigio de nación,
y de profesión médico, quien ya hacía muchos
años que moraba en las Galias, y a quien todos
conocían por su gran amor de Dios y su celo por
predicar la fe (porque en él habitaba la gracia
de la predicación), se hallaba junto al tribunal
y animaba con gestos y ademanes a los confesores.
Pero el populacho, irritado ya porque los que
habían apostado confesaban de nuevo la fe,
comenzó a vociferar contra Alejandro, acusándole
de ser el causante de tal retractación. Instando
el presidente, le preguntó quien era. Como
contestase que era cristiano, irritado el juez
le condenó a las fieras. Al día siguiente fue
echado a ellas junto con Atalo, porque el legado
no quiso oponerse a las reclamaciones del
pueblo. Ambos, después de pasar por todos los
tormentos inventados por el odio contra los
cristianos, después de un magnífico combate,
fueron degollados. Alejandro en todo el tiempo
que duró el martirio no pronunció una palabra ni
exhaló un gemido, sino que estuvo abstraído en
Dios. Atalo por su parte, al ser tostado en una
parrilla, como exhalase muy mal olor su cuerpo,
habló de esta manera al pueblo "Esto que estáis
haciendo, esto es comerse a los hombres;
nosotros ni nos comemos a los hombres, ni
hacemos mal ninguno". Y como los gentiles le
preguntasen por el nombre de Dios, contestó:
"Dios no tiene un nombre como nosotros los
mortales".
14. Después de todos éstos, el último día de los
espectáculos de nuevo tocó la vez a Blandina,
con el joven de quince años Póntico. Los dos en
días anteriores habían sido introducidos para
que vieran como eran atormentados los demás.
Fuero varias veces incitados a Jurar por los
dioses de los gentiles, pero como permaneciesen
firmes en su propósito y se burlasen de ellos,
esto les atrajo de tal modo las iras del
populacho, que no tuvieron consideración alguna
con la tierna edad del uno y la debilidad del
sexo de la otra. Experimentaron en ellos toda
clase de torturas y vejaciones para conseguir
hacerlos jurar por los dioses, pero todo inútil.
Todos los espectadores se daban cuenta de que
las exhortaciones de la hermana eran las que
sostenían al Joven, que finalmente después de
sufrir con gran ánimo los tormentos expiró. Ya
sólo quedaba Blandina, que como una madre había
animado a sus hijos al combate, y había hecho
que todos la precedieran vencedores delante del
rey, siguiéndoles a todos ella por el sangriento
sendero que habían trazado, gozosa de su próximo
triunfo, como quien ha sido convidado a un
banquete nupcial, no como un condenado a las
bestias. Después de tolerar los azotes, después
de ser arrastrada por las fieras, después de las
parrillas ardientes, fue envuelta en una red y
expuesta a un toro bravo, el cual la lanzó
repetidas veces por los aires pero ella no
sintió nada: tan abstraída estaba en la
esperanza de los bienes futuros y en su íntima
unión con Cristo. Al fin la degollaron. Los
mismos gentiles llegaron a confesar que nunca
entre ellos se había visto a una mujer padecer
tantos tormentos.
15. Ni con todo esto llegó a calmarse el furor y
saña de los gentiles contra los cristianos.
Aquellas gentes, bárbaras y feroces exacerbadas
más aún por la rabia de la bestia cruel, no eran
fáciles de aplacar. Su saña se cebó en los
cuerpos de los mártires. La vergüenza de su
derrota no les hacía humillarse, parecían no
tener ni sentimientos ni razón humana. La rabia
y furor del delegado y del pueblo crecían como
los de una fiera, por más que no hubiera motivo
alguno para odiarnos de aquel modo. Así se
cumplía la escritura, que dice: "El malvado que
se pervierta más aún, y el justo, justifíquese
más",. Los cuerpos de los que habían muerto
asfixiados en la cárcel fueron arrojados a los
perros, poniendo guardia de día y de noche para
que no pudiéramos recogerlos y sepultarlos. Lo
que perdonaron las fieras y el fuego, trozos
desgarrados, miembros tostados y carbonizados,
cabezas truncadas, cuerpos mutilados. todo ello
quedó durante muchos días insepulto, con una
escolta militar para guardarlo. Y aún había
quienes se enfurecían y rechinaban los dientes
contra los muertos, y hubieran querido les
aplicasen más refinados tormentos. Otros se
reían y los insultaban, dando gloria y exaltando
a los dioses por las penas que habían hecho
padecer a los mártires. Algunos otros, un poco
más humanos, y que aparentaban tenernos
compasión, también nos escarnecían diciendo: "¿
Dónde está su Dios? ¿Y qué les ha aprovechado su
religión por la cual han dado sus vidas?" Esta
era la actitud de los gentiles para con nosotros.
Por nuestra parte el dolor era muy grande por no
poder sepultar los cadáveres. Porque ni de noche,
ni a fuerza de dinero, ni con súplicas, pudimos
doblegar sus voluntades; al contrario, ponían
todo su empeño en custodiar los cadáveres como
si de ello se les siguiera un gran beneficio.
16. Así, pues, los cuerpos de los mártires
fueron objeto de toda suerte de ultrajes durante
los seis días que estuvieron expuestos; luego se
les quemó y redujo a cenizas, y éstas arrojadas
a la corriente del Ródano, para que no quedara
ni rastro de ellas. Con esto creían hacerse
superiores a Dios y privar a los mártires de la
resurrección. "De este modo, decían ellos, no
les quedará ninguna esperanza de resucitar,
confiados en la cual han introducido esta nueva
religión, y sufren alegres los más atroces
tormentos, despreciando la misma muerte. Ahora
veremos si resucitan y si su Dios les puede
auxiliar y librarlos de nuestras manos".
17. Aquellos que tanto se habían esforzado por
imitar a Cristo, "que teniendo la naturaleza
divina nada usurpó a Dios al hacerse igual a
El", y que después de haber sido elevados a
tanta gloria y de haber tolerado no uno que otro,
sino tantos géneros de suplicios, que sabían lo
que eran las fieras y la cárcel, que aun
conservaban las llagas de las quemaduras y
tenían los cuerpos cubiertos de cicatrices;
aquellos hombres, pues, no osaban llamarse
mártires, m permitían que se lo llamaran. Si
algunos de nosotros, por escrito o de palabra,
se atrevía a llamárselo, le reprendían con
severidad. Tal título de mártir sólo le daban a
Cristo, testigo verdadero y fiel, primogénito de
los muertos y principio y autor de la vida
divina. También concedían este título a aquellos
que habían muerto en la confesión de la fe. "Ellos
ya son mártires, decían, porque Cristo ha
recibido su confesión y la ha sellado como con
su anillo. Nosotros sólo somos pobres y humildes
confesores". Y con lágrimas en los ojos nos
rogaban pidiéramos al Señor que también ellos
pudieran un día alcanzar tan gran fin. Realmente
mostraban tener valor verdaderamente de mártires
al responder con tanta libertad y confianza a
los gentiles, dando muestras de gran temple de
alma. Rehusaban el nombre de mártires que les
daban los hermanos, poseídos como estaban de
temor de Dios, y se humillaban bajo su poderosa
mano que tan alto les había elevado. A todos
excusaban y no condenaba a nadie. A todos
perdonaban y a nadie acusaban. Aun por aquellos
por quienes tan cruelmente habían sido
atormentados hacían oración al Señor, y a
imitación de Esteban decían: "Señor, no les
inculpéis este pecado". Y si El oraba por los
que le apedreaban, Con cuánta mayo razón hemos
de creer que lo harta por los hermanos? La mayor
lucha la hubieron de librar contra el demonio,
movidos de ardiente y sincera caridad para con
los hermanos, porque pisando el cuello de la
antigua serpiente, la obligaron a restituir la
presa que se disponía a devorar. Respecto de los
caídos, no obraron con altanería y desdén; al
contrario, les prodigaban cuantos favores podían,
mostrándoles un amor maternal, derramando ante
el Señor abundantes lágrimas para alcanzarles la
salvación. Pidieron al Señor la vida, y se la
concedió, y ellos, a su vez, se la comunicaron a
sus prójimos. En todo salieron
victoriosos.Amaron la paz y nos la recomendaron,
y en paz fueron a la presencia de Dios. No
fueron ni causa de dolor para la madre, ni de
discordia para los hermanos, sino que a todos
dejaron como herencia a alegría, la concordia y
el amor.
18. Alcibíades, uno de los mártires, llevaba una
vida dura y mortificada, vivía sólo de pan y
agua. Como en la cárcel quisiera seguir el mismo
régimen, después de ser expuestos por primera
vez en el anfiteatro, le fue revelado a Atalo
que Alcibíades no obraba bien en no querer usar
de las criaturas de Dios, y porque era ocasión
de escándalo para los demás. Al punto obedeció
Alcibíades, y en adelante usó sin distinción de
todos los alimentos, dando gracias al Señor. La
gracia divina no dejo de asistirlos, siendo su
guía y consejero el Espíritu Santo." ("Actas
selectas de los mártires" Págs. 31-41,
|