Historia de la Iglesia
Avivamientos tras la reforma
Los Puritanos
Fue durante el reinado de Elisabet que germinó el
movimiento Puritano. El partido puritano, encabezado por
el obispo mártir Hooper, objetaba enérgicamente contra
los hábitos y vestimentas que estaban ordenados para el
culto, y muchos rehusaron ser consagrados en vestiduras
llevadas por el obispo de la iglesia de Roma. Elisabet,
como ya hemos mencionado, aunque opuesta al papismo,
deseaba retener tanto como fuera posible de exhibición y
pompa, y así surgió una considerable oposición entre la
corte y el partido puritano. Estas diferencias se
agravaron cuando la reina ordenó el mantenimiento de una
uniformidad exacta en todos los ritos y ceremonias
externas. Ello tuvo como resultado el que una multitud
de ministros piadosos fueran expulsados de sus iglesias,
y que se les prohibiera predicar en cualquier otro lugar.
Presbiterianos e Independientes
Frente a tanta persecución, estos puritanos excluidos se
constituyeron en un cuerpo, y, con el nombre de No
Conformistas, fueron aumentando rápidamente en número.
Cuando las vestiduras fueron en general echadas
posteriormente a un lado, desapareció la razón de la
disensión, pero los puritanos posteriores fueron más
lejos que sus originadores, y contendieron no sólo
contra las formas y las vestiduras, sino contra la misma
constitución de la Iglesia de Inglaterra. Esto tuvo como
resultado la formación de dos grandes partidos, los
Presbiterianos y los Independientes. Los primeros
consideraban a todos los ministros en cónclave como al
mismo nivel en rango y función, mientras que los últimos,
repudiando a la vez el episcopado y el presbiterio,
mantenían que cada congregación debía dirigir sus
propios asuntos y escoger sus propios cargos, con
independencia de toda autoridad humana.
Intentos de restaurar la prelatura
Con los sucesivos reinados de Carlos II y de Jacobo II,
se hicieron decididos esfuerzos por restaurar la
prelatura con todo su ceremonialismo papista, y cundió
una gran ansiedad en cuanto a si la Reforma en
Inglaterra iba a mantenerse o a caer, pero, por la
gracia de Dios, el corazón de la nación era demasiado
sanamente protestante para someterse, y el enemigo fue
derrotado. Jacobo II abdicó, y el trono fue ocupado por
María y Guillermo, Príncipe de Orange. Bajo su
influencia, el trono del Reino Unido fue puesto sobre
una base rigurosamente protestante, mientras que, al
mismo tiempo, los fieles Convenanters escoceses iban a
ver el Establecimiento Presbiteriano firmemente
arraigado en su país.
Avivamientos tras la Reforma
Por cuanto la posición pública de la iglesia permanece
muy similar en la actualidad a como estaba bajo el
reinado de Guillermo, esta recapitulación histórica
queda prácticamente concluida. Sin embargo, hemos
observado antes que Dios siempre se ha preservado un
testigo y testimonio fieles a la verdad aparte de la
profesión pública, y que nunca quizá se ha visto ello de
manera más notable que durante estos últimos años que
hemos estado repasando, y particularmente durante los
últimos cien años. Por ello, debemos referirnos
brevemente a algunas obras independientes de Dios,
muchas de las cuales fueron características de los
siglos dieciocho y diecinueve. El siglo dieciocho estuvo
marcado por un avivamiento del arte y de la literatura,
y debido a la comodidad y el lujo que llegaron a ser el
principal interés de los ricos parece que se dio poco
interés a vivir las verdades del cristianismo.
La alta y baja crítica
Lo cierto es que cuando la erudición invirtió sus
energías en cuestiones religiosas, hacia fines de aquel
siglo, se apartó del principio de la fe por el cual se
han de comprender todas las actividades de Dios, e
introdujo un sistema de la crítica que hizo de la
erudición y de la mente puramente racional el criterio
por el que se debía juzgar del origen y autoridad de las
Escrituras. Este movimiento comenzó en Alemania y en
otros lugares, propiciado por académicos reconocidos que,
en sus escritos, arrojaron dudas sobre la autoridad de
la Sagrada Escritura. Los que pusieron en duda la
exactitud textual de la Palabra fueron llamados «críticos
bajos», y los que suscitaron cuestiones acerca de la
credibilidad o paternidad de los libros de la Biblia
fueron llamados los «críticos altos». Los efectos de
este movimiento, uno de los más sutiles que Satanás haya
inventado para minar la autoridad de la Palabra de Dios,
se extendieron rápidamente por Inglaterra, con
perniciosas consecuencias, y la apatía que existe en la
actualidad en las mentes de la mayoría con respecto al
cristianismo puede remontarse, más o menos directamente,
a este ataque contra las Escrituras.
Los Metodistas
Mientras se llevaban a cabo estos intentos por derribar
el puro cristianismo echando dudas sobre la autoridad de
la Palabra de Dios, el Señor estaba preparando a Sus
siervos escogidos para otro avivamiento de la verdad y
una mayor expansión del Evangelio. Este avivamiento iba
a verse primero en las actividades de los célebres Juan
y Carlos Wesley. Con la luz del verdadero evangelio
resplandeciendo en sus corazones, comenzaron a celebrar
reuniones privadas para el avance de la piedad personal.
Lo estricto de sus vidas y lo regular de sus costumbres
fue la razón de que se les diera posteriormente a sus
seguidores el título de «metodistas». Al ir creciendo la
obra, Jorge Whitefield, un predicador de gran capacidad,
se unió a Juan Wesley, y siendo ambos clérigos de la
Iglesia de Inglaterra, comenzaron a predicar por las
iglesias el evangelio simple y llano. Pero la verdad del
perdón y de la salvación por la fe en Cristo sin obras
humanas meritorias era demasiado sencilla y escrituraria
para que pudiera ser tolerada. La Iglesia Establecida,
que sólo podría mantenerse fuerte en tanto que siguiera
con energía espiritual aquella verdad que la había
llevado a la confrontación con el papado, había
sucumbido a la indolencia, a la ignorancia y a los lujos
que eran la marca de aquella época, y pronto se vio en
un conflicto con los avivadores, y les cerró los
púlpitos. Excluidos así, se vieron obligados a predicar
al aire libre, y sus predicaciones fueron empleadas por
Dios para rescatar a las gentes de las profundidades de
las tinieblas morales, llevando a miles tanto en
Inglaterra como en América a los pies de Jesús. Carlos
Wesley, que era menos fuerte de carácter que su hermano
Juan, pero posiblemente más afectado interiormente por
la gracia de Dios, fue el compositor de los himnos de
aquel movimiento, y muchos de sus himnos están en uso
constante hasta el día de hoy.
Mientras Carlos escribía himnos y Whitefield predicaba
el evangelio, Juan devino el organizador del movimiento,
y al conseguirse fondos y propiedades para la obra,
insistió en un control autocrático de la organización.
Al principio autorizó predicadores laicos, pero
posteriormente se arrogó el derecho de ordenar clero, y
su sistema, por tanto, fue tan estrechamente alineado al
Anglicanismo como el de las iglesias reformadas lo
estaba con el de Roma. Como resultado, no podía
recibirse más luz de la verdad de Dios que la que su
sistema permitiera que se expresara funcionalmente, y
esto los limitó al perdón de los pecados y a las buenas
obras. Un río no puede levantarse a mayor altura que su
fuente, y por cuanto la fuente de este movimiento estaba
en un gran reformador y no en el mismo Dios, no es
sorprendente que al morir los Wesleys siguiera un
deterioro gradual en su carácter, y cismas que le
hicieron perder su significado público, hasta que
encontró su nivel entre las muchas denominaciones de la
cristiandad.
Establecimiento de las misiones extranjeras, 1792
No podemos entrar en los detalles de otros avivamientos
más locales durante el siglo dieciocho, pero se puede
hacer mención de pasada, en este tiempo, de varias
sociedades misioneras extranjeras, especialmente por las
actividades de Guillermo Carey, así como por la
inauguración de Escuelas Dominicales para niños.
El estado filadelfiano y laodicense de la Iglesia
Fue aquel un período de considerable actividad
evangélica, e indudablemente fue muy bendecido por Dios.
Fue todo claramente parte de la obra preliminar general
anterior a la aparición de lo que podría ser designado
como el estado filadelfiano de la historia de la iglesia,
en el que aquellos que mantuvieron la palabra del Señor
y no habían negado Su nombre siguieron el fiel cortejo
de los reformadores y de los puritanos. Todo esto en
contraste con el estado externo de la cristiandad
profesante. Laodicea marca la fase final de la historia
de la iglesia como testimonio colectivo de Dios, y se
caracteriza no por error doctrinal o caída moral, sino
por su tibieza y satisfacción propia.
El Movimiento Evangélico
A fin de evaluar correctamente los varios movimientos
religiosos del siglo diecinueve, es necesario considerar
tanto aquellos cuyas influencias y efectos han sido
fácilmente discernibles para el público en general como
aquellos movimientos menos visibles que resultaron de
las obras de destacados ministros de la Palabra de Dios
que rehuyeron la publicidad. Si consideramos en primer
término los movimientos más públicos, encontramos los
frutos morales del avivamiento Wesleyano expresado en el
movimiento «Evangélico» encabezado por hombres como
William Wilberforce y Lord Shaftesbury, que
interpretaron en acciones políticas, como la abolición
de la esclavitud y unas medidas generales de reforma,
las llanas y literales enseñanzas de la Escritura. Estos
hombres fueron una fuerza moral genuina en sus tiempos.
En oposición parcial a esta influencia, se desarrollo el
movimiento «Anglocatólico» o «Movimiento de Oxford»,
bajo el liderazgo de J. H. (después Cardenal) Newman, E.
B. Pusey y J. Keble. A estos se les llamó «Tratadistas»
porque publicaron tratados en los que impulsaban a los
clérigos a la defensa de sus órdenes y argüían que sólo
suscribiéndose a la teoría de una iglesia católica
indivisible podrían preservar sus posiciones y derechos.
Este movimiento fue a su vez resistido por clérigos
evangélicos como Charles Kingsley y F. D. Maurice, que
junto con Thomas Hughes constituyeron el movimiento «Socialista
Cristiano» de la década de 1860. Todos estos movimientos
suscitaron mucha controversia pública, pero tuvieron en
general muy poco efecto moral permanente en el pueblo.
El cristianismo y la ciencia en conflicto
Una agitación mucho más profunda fue la causada cuando
la ciencia entró en conflicto con el cristianismo. En
1830 Sir Charles Lyell publicó sus «Principios de
Geología». Al dejarse de observar la gran discontinuidad
temporal entre el primer y segundo versículos de la
Biblia, sus argumentos fueron aceptados por muchos como
constitutivos de un reto válido a la enseñanza de las
Escrituras acerca de la cuestión de la creación, y el
espíritu de escepticismo generado por los críticos altos
y bajos recibió un ímpetu adicional desde esta fuente.
Esta tendencia fue intensificada con la publicación en
1859 de la obra de Charles Darwin El Origen de las
Especies, y de El linaje del hombre en 1871. Aunque
estas teorías han sido invalidadas por posteriores
descubrimientos científicos, tuvieron en aquel tiempo el
efecto de sacudir la confianza de millones de personas
en la autoridad de las Sagradas Escrituras, y son
mayormente responsables de la general apatía hacia la
Palabra de Dios y de la ignorancia acerca de la misma
que existe en la actualidad.
El Ejército de Salvación, fundado en 1878
Otro desarrollo público que merece mención fue la
formación del Ejército de Salvación en 1878 por William
Booth. Éste fue un poderoso movimiento evangélico que
tenía la intención de recuperar a borrachos y a otros,
inmersos en los vicios del siglo, mediante la ferviente
predicación del simple evangelio. En tanto que el
movimiento estuvo sustentado por la fe en Dios y por la
adhesión a sus motivos originales, tuvo gran éxito. La
idea del fundador era la de revestir a cada convertido
con un uniforme que lo marcara públicamente como
discípulo de Cristo. Esto frecuentemente llevó a acerbas
persecuciones contra los convertidos, pero era ocasión
de un testimonio vivo del poder del evangelio. Con el
paso del tiempo se desvaneció el fervor evangelístico, y
el movimiento se hundió al nivel de una organización de
auxilio social, gobernado por líderes designados bajo el
criterio de su capacidad organizativa.
La verdad en la penumbra
Podemos pasar ahora a algunos de los desarrollos más
desconocidos, pero profundamente importantes, de la vida
espiritual en el siglo diecinueve. A principios de aquel
siglo, el doctor Augustus Neander, un judío alemán
convertido en su juventud al cristianismo, estaba
enseñando en la Universidad de Berlín acerca de las
grandes verdades del cristianismo a audiencias
electrizadas. Era hombre de gran erudición y basaba su
ministerio puramente en la Palabra de Dios; actuando de
esta manera, avivó muchas importantes verdades que
habían quedado oscurecidas durante siglos. Vio
claramente que no había autoridad escrituraria para un
clero que ejerciera un oficio mediador entre Dios y los
hombres, y mantuvo que todos los cristianos eran
sacerdotes en virtud de ser habitados por el Espíritu
Santo, y de tener entrada al lugar santísimo de la
presencia de Dios. Sin embargo, no inició ningún
movimiento para dar realidad a estas enseñanzas, y se
contentó con enseñar en la Universidad. En Suiza y en
Francia el doctor J. H. Merle d'Aubigné (que había sido
discípulo de Neander en Berlín) siguió una línea algo
similar de enseñanza, y dedicó mucho tiempo a recopilar
su vasta Historia de la Reforma.
John N. Darby, 1830
En Inglaterra e Irlanda comenzó un movimiento simultáneo
entre personas totalmente desconocidas entre sí. Hubo
una obra independiente del Espíritu de Dios en los
corazones y en las conciencias de muchos fieles
seguidores de Cristo, entre los que se podrían mencionar
específicamente a John N. Darby, Edward Cronin, John G.
Bellet, Anthony N. Groves y George V. Wigram. J. N.
Darby, erudito de considerable fama y abogado, fue
convertido mediante la lectura de las Sagradas
Escrituras. En sus años tempranos aceptó un subrectorado
protestante en el sur de Irlanda, pero más tarde quedó
muy impresionado por la verdad de que la Cabeza de la
iglesia era Cristo glorificado, de lo que dedujo que
debía haber un organismo en la tierra, un cuerpo
espiritual, en el que Su condición de cabeza debía ser
expresado. El llamado de esta verdad lo llevó a salir de
sus conexiones eclesiásticas, como Abraham en la
antigüedad, que, llamado por Dios, obedeció saliendo sin
saber a donde iba (He 11:8). Al mismo tiempo, otros
hombres eran similarmente movidos, por el estudio de la
Escritura, a juzgar el sistema sacerdotal como inicuo,
por cuanto todos los cristianos son llevados al mismo
lugar de cercanía y libertad para con Dios por el
Evangelio, y por recibir el don del Espíritu Santo
vienen a ser miembros del Cuerpo de Cristo. Por ello,
todo sistema regido por un sacerdote oficial niega la
primera de estas verdades cardinales, y cualquier
asunción de derechos exclusivos de ministerio niega la
segunda.
El reconocimiento de estas verdades capitales llevó a
estos cristianos a dejar aquellas asociaciones que las
negaban, para reunirse en toda sencillez para participar
de la cena del Señor tal como había sido establecida por
el mismo Señor y siguiendo la enseñanza inspirada del
Apóstol Pablo. Reconocieron la presencia personal del
Espíritu Santo y Su disposición soberana de poder como
el canal para el ministerio de la Palabra de Dios,
mientras que las Escrituras fueron reconocidas como el
único criterio infalible de la verdad y del error. Este
movimiento, que comenzó en Dublín y en el sur de
Inglaterra alrededor de 1832, pronto se extendió con
considerable rapidez por medio de la predicación del
Evangelio y del ministerio de la Palabra. Así surgieron
por toda Inglaterra y en Francia, Suiza, Alemania, y por
todos los países de habla inglesa del mundo, reuniones
constituidas en base de la aceptación del principio de
que la separación de la iniquidad era la única verdadera
base para la unidad.
El avivamiento del verdadero carácter de la iglesia
El hecho de que esta obra comenzó simultáneamente,
aunque de manera independiente, por muchas partes del
mundo, demostró, como había sucedido trescientos años
antes durante la Reforma, que el mismo Dios estaba
obrando. Las notas clave de este avivamiento eran el
llamamiento distintivo y celestial de la iglesia (o
asamblea) y la consiguiente necesidad de la separación
del mal —tanto eclesiástico como moral—, mientras que la
sencillez y el gozo de los primeros tiempos de la
historia de la iglesia fueron avivados en muchas
pequeñas reuniones.
Las personas que se reunían de esta manera no asumieron
una posición pública, y permitieron ser llamados
simplemente por el nombre de «hermanos». Al aceptar esta
designación, no lo hacían en ningún sentido más estrecho
que el comunicado por las palabras del mismo Señor: «Uno
es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois
hermanos». No iniciaron nada nuevo, ni tampoco trataron
de reformar nada. Sencillamente reconocieron que la
asambea seguía ahí, y que formaban parte de ella, a
pesar de la ruina pública.
La verdad, comprometida
Pero con el paso del tiempo, las verdades y principios
que gobernaban a J. N. Darby y a otros no fueron
mantenidas por todos los que profesaban tomar el terreno
de separación de la Iglesia Establecida y de las
denominaciones, y han surgido varias crisis entre los «Hermanos».
La verdad de Cristo y de la asamblea, al no ser
mantenida en poder espiritual, llevó a diferencias de
opinión y pronto se reveló la presencia de algunos que
estaban dispuestos a aceptar una norma inferior o
contemporizaciones. Había, por ejemplo, los que
mantenían que la asamblea en su aspecto universal se
había vuelto invisible, y que nada quedaba ahora sino
establecer asambleas locales, cada una de ellas completa
en sí misma, y sin responsabilidad para con otros grupos
similares. Cada una de ellas sería así libre de recibir
a cada creyente individual, suponiendo que fuera
perfectamente sano en la fe, sin tener en cuenta las
asociaciones a las que pudiera estar vinculado. La
verdad de la asamblea en su unidad general —tan
enérgicamente mantenida por J. N. Darby— perdió entonces
su lugar debido, se abrió de par en par la puerta a la
contemporización con el mal, y el curso del testimonio
durante los últimos cien años ha estado repetidamente
marcado por conflictos. No obstante, el movimiento
original, que siguió al avivamiento de la década de
1830, se ha mantenido y expandido entre muchos que
buscan humildemente y con la energía de la gracia divina
«contender ardientemente por la fe que ha sido una vez
dada a los santos».
El resultado de este conflicto por la fe y de la
actividad de Satanás en su intento de corromper la
verdad se puede observar hoy en todas partes, con la
existencia de docenas de diferentes asociaciones
religiosas. Es uno de los hechos más humillantes y
penosos que tales condiciones deban caracterizar los
últimos días de la historia de la iglesia.
La ruina pública de la iglesia y la pequeñez y debilidad
externas de aquellos en ella que buscan mantener la
palabra del Señor y no negar Su nombre, se hacen tanto
más evidentes cuando los contrastamos con las grandes
entidades apóstatas, las cosas del mundo, sean civiles o
eclesiásticas, que están creciendo en fortaleza y
magnificencia externas según se va aproximando su día
del juicio. Pero todo ello está en conformidad con la
profecía inspirada. Las exaltadas pretensiones de la
gran apostasía están vívidamente exhibidas en las
páginas de la Sagrada Escritura, mientras que no hay
ninguna promesa en el Nuevo Testamento de que la iglesia
vaya a recuperar su consistencia y hermosura antes de su
arrebatamiento.
Esta, pues, es la posicion que nos confronta en el
período presente de la historia pública de la iglesia,
y, desde luego, la finalización de esta historia no
puede retardarse ya mucho. En palabras de otro, la
iglesia está a punto de pasar de sus ruinas a su gloria,
mientras que el mundo va de su magnificencia a su juicio.