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Historia de la Iglesia
El albor de la Reforma
Parece característico de los caminos de Dios que Él
permita que el mal llegue a su culminación antes de
intervenir en juicio. Lo cerca que llegara el mal de su
colmo en el siglo quince sólo lo sabe el Juez de toda la
tierra. Todo el sistema parecía irremisiblemente
corrompido, mientras que el Papa (que prefiguraba al
hombre de pecado) estaba casi usurpando el puesto de
Dios. Que quedara suspendido el juicio divino sobre tal
escena para que la luz de la Reforma la iluminara es
verdaderamente una muestra culminante de la longanimidad
y gracia de Dios. Aunque la luz plena del día del
reformador iba a resplandecer en la persona de Martín
Lutero en los primeros años del siglo decimosexto, los
primeros rayos pálidos del amanecer se vieron claramente
más de cien años antes del nacimiento de Lutero. Una
obra tan tremenda no podía llevarse a cabo en un momento,
y Dios estaba preparando constantemente el camino para
ella debilitando el poder del Papa sobre los gobiernos
humanos, y en general sobre las mentes de las gentes,
suscitando hombres capaces e íntegros para denunciar los
males de Roma.
Dos pontífices en guerra entre sí
Fue para esta época que reinaron simultáneamente dos
Papas, pero el antagonismo entre ellos llegó a tal punto
que el pontífice de Roma proclamó la guerra contra el
pontífice de Aviñón. Esta insultante inconsecuencia,
junto con la terrible matanza que siguió, debilitó más
la influencia del papado, empleando así Dios un elemento
desintegrador dentro del campo del enemigo para acelerar
su caída.
Juan Wycliffe
Juan Wycliffe ha sido con justicia descrito como la
Estrella Matutina de la Reforma. De hecho, fue el primer
reformador de la cristiandad, el Lutero de Inglaterra.
Pero no había llegado todavía el tiempo del avivamiento.
Sus mordientes críticas contra Roma, en las que no
vaciló en tildar al Papa de Anticristo, atrajeron sobre
su cabeza un torrente de anatemas.
La traducción de la Biblia al inglés, 1380
Pero Wycliffe era amado por el pueblo. Se interesaba en
el bienestar de las gentes, les predicaba el sencillo
evangelio, y tradujo la Biblia a un lenguaje que podían
comprender. Para el tiempo de su muerte en 1384 sus
seguidores eran conocidos por el nombre de lolardos, se
habían hecho muy numerosos, y se encontraban entre todas
las clases de la sociedad. Negaban la autoridad de Roma
y mantenían la total supremacía de la Palabra de Dios.
Como podía esperarse, una vez se desencadenaron las
acciones del Vaticano (porque los frailes habían dado
información al Papa en cuanto a lo que estaba sucediendo),
no iban a detenerse hasta la supresión de los
incorregibles herejes.
Persecuciones contra los Lolardos
La accesión de Enrique IV al trono de Inglaterra le dio
a Roma su oportunidad. Engañado por los testimonios
falsos de los frailes acerca de pretendidas prácticas
revolucionarias de los lolardos, Enrique consintió que
fueran perseguidos violentamente; desde aquel momento, y
durante casi un siglo, ardieron las hogueras de la
persecución en Inglaterra. Se pueden mencionar
específicamente los nombres de John Badby y de Lord
Cobham entre los que sufrieron fielmente el martirio
durante aquel período.
Juan Huss y el avivamiento de Bohemia, c. 1400
Pero en tanto que la obra de Dios estaba siendo
consolidada de esta manera, en lugar de exterminada, por
la persecución desatada en Inglaterra, estaba surgiendo
una notable obra de avivamiento en Bohemia,
particularmente en las personas de Juan Huss y de
Jerónimo de Praga. Ambos confesaron abierta y
denodadamente su simpatía por todo lo que Wycliffe había
escrito, y fueron a su vez acusados como herejes y
quemados. El martirio de ellos, en lugar de limpiar
Europa de las herejías de Wycliffe, inflamó las mentes
del pueblo bohemio, de manera que se desató una guerra
civil. Pero incluso esto resultó para bien, porque tuvo
como resultado en un gran crecimiento de los llamados
husitas. Hubo otros a los que Dios suscitó durante este
período, como John Wessel, el tenor de cuya enseñanza
estaba opuesto a los caminos y máximas de Roma. Según
iba aproximándose la Reforma, se multiplicaban las voces
que proclamaban la verdad.
Las primeras Biblias impresas
Antes de llegar a la historia de Lutero, podemos
mencionar la impresión de la Biblia en este crítico
período de la iglesia. La invención de la imprenta y la
fabricación de papel a partir de trapos viejos durante
la última parte del siglo quince resultó en la impresión
y circulación de copias de la Biblia. Los traductores
comenzaron entonces su trabajo, y la Biblia fue
traducida por reformadores individuales a varias lenguas
en el curso de unos pocos años. Así, apareció una
versión italiana en 1474, bohemia en 1475, holandesa en
1477, francesa en 1477, y española en 1478, como si
fueran heraldos de la inminente Reforma.
Martín Lutero
Es tarea difícil dar un breve sumario de la vida y
multiformes actividades de Martín Lutero de modo que se
pueda dar un justo tributo a su gran obra y preservar,
al mismo tiempo, un equilibrio en cuanto a sus faltas. «Veo
en Lutero,» escribió J. N. Darby, «una energía de fe por
la que millones de almas debieran estar agradecidas a
Dios. Y yo puedo en verdad decir que lo estoy». No
pueden abrigarse dudas de que nadie ha sido más usado
por Dios durante todo el período entre la muerte de los
apóstoles y la recuperación de la verdad de la asamblea
en la primera parte del siglo diecinueve.
El estado de la iglesia en la época de la Reforma
Se tiene que recordar que en la época del surgimiento de
Lutero, la malvada introducción por parte de Roma de un
plan de salvación basado en penitencias o indulgencias,
en lugar de la doctrina de la justificación por la fe,
había llegado a unas proporciones espantosas, y daba
enorme provecho a aquella culpable iglesia. Estos
ingresos pasaban por las manos de los sacerdotes en cada
ciudad y pueblo, y en la mayoría de los casos la maldad
e inmoralidad de los sacerdotes mismos era notoria. Por
ello, difícilmente puede sorprenderse nadie ante la
insatisfacción que se extendía rápidamente en los
corazones de hombres de todas clases. En el lado
positivo, el testimonio fiel de los precursores había
dejado una impresión tan indeleble que miles de almas
piadosas tenían una premonición de que iba a tener lugar
algún gran avivamiento. Todo lo que se necesitaba era un
hombre que fuera suscitado por Dios para conducir,
aconsejar y controlar, y estas cualidades estaban
personificadas en Lutero.
Los primeros días de Lutero
Lutero, en cumplimiento de un voto para consagrar su
vida al servicio de Dios, dejó la universidad a los 22
años y se hizo monje. Su diligente estudio de las
Escrituras lo llevó a su profunda convicción de pecado,
y trató repetidas veces, pero en vano, de reformar su
vida. Sus esfuerzos y mortificaciones fueron tan
fervientes e intensos como infatigables, pero no
surtieron efecto, e incluso lo aproximaron a las puertas
de la muerte. Lutero estaba ciertamente aprendiendo lo
amargo de aquella falacia que pronto sería llamado a
destruir. Pero no estaba destinado a permanecer oculto
en un oscuro convento. Después de haber estado dos años
en el claustro, fue ordenado sacerdote, y un año después
de esto fue nombrado profesor de filosofía en la
Universidad de Wittenberg. Fue entonces que surtió en su
alma un poderoso efecto el famoso texto «el justo por la
fe vivirá». Cuando resplandeció la luz divina en Lutero,
y se convirtió verdaderamente a Dios, era todavía un
esclavo de Roma, y no fue hasta haber visitado la ciudad
papal que comenzó a darse cuenta de sus corrupciones y a
ser sacudido de su adhesión a ella. El mal y la
profanidad que Lutero observó en Roma hicieron una
profunda impresión en él. Volvió a Wittenberg lleno de
dolor e indignación y continuó refutando fielmente el
error entonces prevalente de las iglesias de que los
hombres podían, por sus obras, merecer la remisión de
los pecados. La firmeza con la que Lutero se apoyó en
las Sagradas Escrituras impartió una gran autoridad a su
enseñanza, y se hizo evidente que no se podía seguir
evitando el fatal choque con Roma.
Lutero condena abiertamente las indulgencias, 1517
Este choque fue ocasionado por la visita a Wittenberg de
John Tetzel, un notorio traficante en indulgencias. «Os
daré cartas,» decía Tetzel, «todas debidamente selladas,
mediante las que incluso los pecados que tenéis la
intención de cometer os serán perdonados. No hay pecado
tan grande que no pueda ser remitido con una indulgencia.
Sólo pagad bien, y todo os será perdonado». Así era la
malvada y blasfema enseñanza de Tetzel, y en pocas
ocasiones encontró a hombres suficientemente ilustrados,
y más raramente aún suficientemente valerosos, para
enfrentarse con él. Lutero, sin embargo, no dudo un
momento en condenar a este osado impostor, y, no
satisfecho con sus prédicas públicas, fue tan lejos como
para clavar sus famosas tesis en la puerta de la iglesia
de Wittenberg. No sólo sirvieron estas tesis para
denunciar y condenar la inicua práctica de las
indulgencias, sino que también se profesó por primera
vez la doctrina evangélica de la remisión gratuita de
los pecados, sin ayuda alguna de ninguna absolución
humana. Esto tuvo lugar el 31 de octubre de 1517. El
efecto fue electrizante, y las noticias se esparcieron
como un incendio por toda Europa. Se tiene que observar,
sin embargo, que Lutero distinguía entre el dogma de las
indulgencias y la enseñanza general del papado. Estaba
convencido de que lo primero era erróneo; pero no estaba
liberado aún en cuanto a lo segundo. Por esto, sus tesis
tienen todavía un fuerte sabor de catolicismo. Este
hecho explica la aparente indiferencia con la que Roma
recibió las primeras noticias de Wittenberg y el hecho
de que transcurrieran casi tres años antes que Lutero
recibiera la bula de excomunión del Papa. Lo que tuvo
lugar en el alma de Lutero durante este período quizá
nunca se sabrá. Fue objeto de muchos ataques, mientras
que desde todas partes se lanzaban contra él vituperios
y acusaciones; incluso sus más entrañables y fieles
amigos expresaban sus temores y desaprobación ante su
actuación. Él había esperado que se unirían a él los
dirigentes de la iglesia y los más distinguidos
académicos, pero todo fue de manera muy distinta a lo
que se había imaginado. Se sintió solo en la iglesia y
solo contra Roma. No es sorprendente que se sintiera
agitado y desalentado y que comenzaran a formarse dudas
en su mente. Tal como él mismo escribió después: «Nadie
puede saber lo que sufrió mi corazón durante aquellos
dos primeros años, la desesperanza en que me hundí ...
porque en aquel tiempo desconocía muchas cosas que ahora,
gracias a Dios, conozco».
Lutero excomulgado en 1520
Pero la buena mano de Dios estaba detrás de todo ello,
porque la gran obra que Él había comenzado no iba a ser
torcida por un desaliento temporal del agente humano que
Él había escogido soberanamente para su promulgación. Al
resplandecer más luz en el alma de Lutero, su fe y
aliento aumentaron, y se hizo más evidente su distancia
entre su enseñanza y la de Roma. Gracias al sabio
consejo del Elector de Sajonia, verdadero amigo de
Lutero desde el comienzo hasta el final, fue esquivado
un llamamiento para hacerle comparecer ante el Papa en
Roma. Esta doble herejía ocasionó el desencadenamiento
de la tormenta, pero su fe en sus propias convicciones
era entonces tan fuerte que cuando finalmente llegó la
bula de excomunión, Lutero la quemó públicamente, y
declaró que el Papa era el Anticristo.
La Dieta de Worms, 1521
Roma parecía impotente, y, dándose cuenta de la gravedad
de aquel desafío, apeló al poder temporal, a Carlos V,
Emperador de Alemania, para que suprimiera a aquel
problemático hereje. Pero la solitaria voz de Wittenberg
no iba a ser fácilmente silenciada, porque para este
tiempo la mayor parte de Alemania estaba de corazón con
Lutero. Además, sus escritos estaban extendiéndose
rápidamente en todas direcciones, y parecía como si
Europa estuviera esperando el resultado de la inminente
confrontación. Aunque advertido por muchos de sus amigos
y por masas del común de la gente, Lutero, poniendo sin
embargo su confianza en Dios, decidió acudir a la Dieta
de Worms, para responder allí, delante del mismo Carlos,
de las acusaciones que habían sido presentadas contra
él. Inmutable delante del emperador y de toda una corte
de duques, príncipes, condes y obispos, Lutero habló con
una calmada dignidad que sólo podía provenir de mucha
lucha privada en oración con Dios. Reconoció, de manera
sencilla, el montón de escritos sobre la mesa como suyos
propios, y rehusó retractarse de ellos.
Lutero denuncia a Roma
Pero Lutero no podía limitarse a una mera defensa de lo
que ya había escrito. En los términos más duros e
irrefutables denunció públicamente todo el sistema del
papado e incluso apeló al emperador para que no
permitiera que sus súbditos se dejaran seducir por tal
sistema. «No puedo,» añadió Lutero, «someter mi fe ni al
Papa ni al concilio, porque está tan claro como el
mediodía que ambos han errado frecuentemente y se han
contradicho entre sí. ... Aquí estoy. Nada más puedo
hacer. ¡Que Dios me ayude. Amén!»
Para profundo disgusto de Roma, Carlos pareció quedar
influido por la fe genuina del reformador, y tan sólo
consintió a un edicto de destierro. Su propio temor a
Roma le impidió hacer menos. Habiendo de esta manera
perdido su presa, el malvado poder de Roma trató de
asesinar a Lutero, pero el buen Elector de Sajonia lo
protegió, y, durante la temporal calma que siguió,
Lutero, como preso dentro de la seguridad del castillo
de Wartburg, pudo dedicar su atención a la traducción de
la Biblia.
Zuinglio y la Reforma Suiza
Mientras todo esto sucedía en Alemania, se estaba
gestando otra obra de Dios igualmente notable y
totalmente independiente en otro lugar de Europa. Tuvo
lugar en Suiza, y el instrumento escogido por Dios fue
Ulrico Zuinglio, que era sacerdote de Roma. Lo mismo que
Lutero, Zuinglio había abierto los ojos pronto a los
lamentables males del papado, y, simultáneamente con
esto, gracias a la sabia enseñanza del célebre Thomas
Wittembach, aprendió la importante doctrina de la
justificación por la fe, y se dio cuenta, para su
asombro, de que la muerte de Cristo era la única
redención de su alma. Al profundizar en este
conocimiento mediante el cuidadoso estudio de las
Escrituras, Zuinglio expresó abiertamente sus ideas
acerca de las cuestiones eclesiásticas, y miles iban a
oírle. Su mensaje era nuevo para sus oyentes, y él lo
expresaba en un lenguaje que todos podían comprender, y
el pleno y claro evangelio que él predicó tuvo
resultados eternos. Era grande su fe en el poder
convertidor de la palabra, aparte de cualquier esfuerzo
del hombre por explicarla, mientras que sus respuestas
apacibles y modestas a menudo desarmaban a sus
adversarios. A este respecto, contrasta notablemente con
el rudo y tormentoso Lutero. Se debería observar que
Zuinglio comenzó a predicar el evangelio un año antes
que el nombre de Lutero hubiera siquiera llegado a
Suiza, de modo que, como dijo él mismo, «no fue de parte
de Lutero que aprendí la doctrina de Cristo, sino de la
Palabra de Dios».
Diferencias entre Lutero y Zuinglio
Sin embargo, había una interesante diferencia entre las
enseñanzas de estos dos destacados reformadores.
Zuinglio mantuvo abiertamente que todas las observancias
religiosas que no pudieran ser halladas en la Palabra de
Dios, o demostradas por ella, debían ser abolidas. En
cambio, Lutero, deseaba mantener en la iglesia todo lo
que no fuera directa o expresamente contrario a las
Escrituras. Incluso quería quedarse unido a la iglesia
de Roma, y se hubiera contentado con purificarla de todo
lo que estaba opuesto a la Palabra de Dios. La idea del
reformador suizo era la restauración de la iglesia a su
simplicidad original. No daba autoridad absoluta a nada
que hubiera sido escrito o inventado desde los tiempos
de los apóstoles.
Avances en Suiza
A su debido tiempo, el Papa recibió las alarmantes
noticias del movimiento en Suiza, pero en lugar de hacer
tronar sus anatemas contra Zuinglio, como había hecho —y
seguía haciendo— contra Lutero, cambió de táctica,
escribiéndole a Zuinglio una carta muy halagadora,
ofreciéndole todo lo que estaba en su mano excepto el
trono de San Pedro. Pero Zuinglio no desconocía las
argucias de Roma, y no dejó de darse cuenta del sutil
intento de acallar su voz. Al haber rechazado la mano
tendida, pero engañosa, del Papa Adriano, la Reforma en
Suiza fue ganando terreno, dando Dios abundantes pruebas
de Su mano poderosa en la gran obra. Se aprobó un
decreto para la abolición de las imágenes, fue abolida
la misa, y se acordó que la Eucaristía debía ser
celebrada en conformidad a su institución por Cristo.
Más notable aun, y quizá el golpe más terrible de todos
para Roma, fue la conversión de muchas de las monjas, y
su petición al gobierno para que se les permitiera
abandonar el convento. De esta manera, y principalmente
como fruto de las inagotables tareas de Zuinglio, las
doctrinas de la Reforma se extendieron con increíble
rapidez, y al cabo de pocos años el culto reformado
estaba firmemente establecido en los tres grandes
centros de Zurich, Basilea y Berna.
El error de Zuinglio y su muerte, 1531
Pero lamentablemente Zuinglio pareció incapaz de esperar
hasta que el poder atrayente de la gracia de Dios
trajera a todo el país bajo la influencia de la fe
reformada. Aunque seguía siendo un sincero cristiano y
ferviente reformador, accedió a asumir el carácter de un
político, lo cual, a su vez, lo llevó a tomar las armas
para defender la verdad que tan querida le era a su
corazón. El resultado fue desastroso. Zuinglio mismo,
como capellán del ejército, cayó muerto en batalla.
Revés en Suiza
La Reforma en Suiza quedó así tan lamentablemente
apartada del buen camino que la restauración del papismo
comenzó de inmediato. Pero los dones y el llamamiento de
Dios son irrevocables, y aunque la obra en Suiza quedó
temporalmente frenada debido a la infidelidad humana,
iba a ser establecida más firmemente que nunca pocos
años después por medio de Juan Calvino.
La traducción de la Biblia por Lutero
Volviendo a Alemania, todo parecía llamar a Lutero a
gritos. Y él oyó este clamor en la soledad de Wartburg,
y no lo pudo resistir. Diez meses después de la Dieta de
Worms, puso su vida en el fiel de la balanza, y aunque
seguía estando bajo el interdicto del emperador (como
resultado de lo cual cualquiera que lo reconociera
podría prenderlo) volvió a Wittenberg. Seis meses
después su traducción del Nuevo Testamento fue impresa y
dada al mundo. Fue recibida con gran entusiasmo y no
menos de cincuenta y tres ediciones fueron impresas sólo
en Alemania durante los primeros diez años de su
publicación. Con la ayuda de Melancton, el íntimo amigo
y fiel colaborador del reformador poco después se añadió
el Antiguo Testamento, y se ha dicho que el don de
Lutero a sus compatriotas de la Biblia en su propia
lengua hizo más por la consolidación y dispersión de las
doctrinas reformadas que todos sus otros escritos
juntos.
El efecto de la Palabra de Dios en Alemania
Desde luego, aseguró que la base de la Reforma fuera la
Palabra de Dios, y no meramente las palabras de Lutero.
Las Sagradas Escrituras —durante mucho tiempo
encadenadas más allá del alcance de las almas sedientas—
eran ahora accesibles para todos. La oposición que esto
suscitó en la Roma papal sólo expuso su inconsistencia,
porque el poder de la Palabra tenía que ser reconocido
por aquellos que en la práctica negaban su autoridad.
Las buenas nuevas de la Reforma se esparcieron por todas
partes. Había llegado su hora, aunque parecía surgir una
enorme oposición contra ella desde todos los rincones.
De nada le sirvió a Roma lanzar sus anatemas, aunque lo
hizo en inútil cólera. Sus palabras cayeron en oídos
sordos y en corazones preparados por Dios para recibir
en su lugar las verdades emancipadoras que la doctrina
de los reformadores les dieron. Hubo predicadores
arrestados, torturados y martirizados, pero de nada
sirvió. La Biblia estaba en manos del pueblo, y la
resistencia era inútil.
La primera Dieta de Spira, 1526
Para este tiempo, los tres príncipes más poderosos de
Europa, Enrique VIII, Carlos V y Francisco I, los
soberanos respectivos de Inglaterra, Alemania y Francia,
se unieron en alianza con el Papa para la supresión de
los perturbadores de la religión católica. Pero el
consejo convocado en la Dieta de Spira tuvo un resultado
inesperado. En lugar de entregar a los reformadores a
discreción de Roma, ¡dio gracias a Dios por haber
avivado, en su tiempo, la verdadera doctrina de la
justificación por la fe! A pesar de esta derrota, y
frente a muchos de sus nobles que favorecían la Reforma,
el emperador de Alemania convocó tres años después una
segunda Dieta de Spira, en la que exigió el sometimiento
de los príncipes alemanes a la original fe católica.
Pero el emperador ya no podía ejercer una autoridad
suprema en cuestiones tocantes a la iglesia, y el
consejo se mostró de nuevo dividido. Para llevar el
asunto a una conclusión, se promulgó un decreto que
incluía las exigencias del emperador, y éste fue firmado
por los nobles católicos. Pero el partido reformado de
la Dieta se mostró a la altura de las circunstancias, y,
como un solo hombre, protestaron contra la decisión del
consejo.
El comienzo del Protestantismo
Éste fue el inicio del Protestantismo y del período de
Sardis en la historia de la iglesia. La Reforma había
tomado forma corporativa. En la Dieta de Worms fue
Lutero en solitario quien dijo «No»; pero fueron
iglesias y ministros, príncipes y pueblo, los que
dijeron «No» en la Dieta de Spira.
El error del Protestantismo
Se debe registrar con dolor en este momento que muchos
cristianos, al escapar del papado, cayeron en el error
de poner el poder de la iglesia en manos del magistrado
civil, o de hacer de la misma iglesia el depositario de
este poder. Ya hemos señalado la forma trágica en que
esto se vio en el caso de Zuinglio. Satisfechos así
acerca de su propia seguridad, pronto se establecieron
en sus nuevos privilegios en un lamentable estado de
inercia espiritual, recordándonos las palabras del Señor
a Sardis: «Yo conozco tus obras, que tienes nombre de
que vives, y estás muerto». Así, el protestantismo erró
eclesiásticamente desde su mismo comienzo, porque miraba
al gobernante civil como aquel en quien residía la
autoridad eclesiástica. El péndulo había oscilado casi
hasta el otro extremo, de manera que, en lugar de la
iglesia gobernando al mundo, el mundo vino a ser el
gobernante de la iglesia.
La Confesión de Augsburgo, 1530
Cuando los protestantes fueron convocados por el
emperador de Alemania para que dieran cuenta de sus
actividades y de sus razones para abandonar la fe
católica, redactaron (bajo la dirección de Lutero y de
Melancton) una clara enunciación de sus doctrinas, que
fue presentada en la Dieta de Augsburgo. En los caminos
de Dios, se dio a los protestantes una recepción mucho
más favorable que lo que jamás se hubiera esperado, y
muchos firmes partidarios de Roma tuvieron que
inclinarse ante las convincentes palabras y artículos de
fe de los reformadores. Esta puede ser considerada como
la ocasión en la que la Reforma quedó definitivamente
establecida en Alemania.
Lutero era considerado por la multitud como poco menos
que un Papa, y parecería que tendía a caer bajo la
influencia de ello, porque se ha dicho que al menos en
una ocasión incluso sacrificó los intereses del
evangelio para el mantenimiento de su propia autoridad.
Además, Lutero nunca pudo liberarse enteramente de los
estorbos del papado, y la doctrina de la presencia real
de Cristo en la Eucaristía fue un dogma al que se aferró
hasta el fin. Esto le implicó en una acerba controversia
con el gran reformador suizo Zuinglio, al que la
doctrina de la transubstanciación le causaba horror.
Pero era demasiado terco para dejarse convencer, aunque
los argumentos de Zuinglio eran claros y convincentes, e
incluso rehusó estrechar la mano tendida de Zuinglio.
Los años finales de Lutero
Lutero perdió mucho por su obstinación, y casi parecía
que ya se desvanecía la estrella de la vida del gran
reformador; pero el Señor añadió otros quince años a la
vida de Su amado —aunque frecuentemente errado— siervo,
durante el cual tiempo sirvió fielmente de palabra y
pluma en la consolidación de la gran obra que le había
sido confiada.
La Reforma en Europa
Habiendo examinado con cierto detalle la historia de la
Reforma en Alemania y Suiza, y tras haberla visto
firmemente establecida en estos países bien antes de la
muerte de Lutero en el 1546, es necesario hacer una
mención expresa de la Reforma en algunos de los otros
países de Europa. El hecho de que una obra similar
surgiera en varios países distintos aproximadamente al
mismo tiempo sólo añade más prueba —si es que se
necesitara de pruebas— de que esta gran obra fue de
Dios.
Juan Calvino
La Reforma en la Suiza Francesa ya ha sido mencionada en
el contexto de su relación con Juan Calvino. Su nombre y
el de Guillermo Farel están inseparablemente
relacionados con la Reforma en la Suiza Francesa y en la
misma Francia. Tan fiera y explícita fue la condena que
Calvino hizo de Roma que fue considerado como un enemigo
más peligroso e implacable que Lutero. Con un cuerpo
débil y enfermizo y en una vida relativamente breve,
llevó a cabo una gran obra, pero, por lo que a la verdad
respecta, fue más allá que Lutero, y cayó en un error ,
especialmente acerca de los sufrimientos de Cristo y la
predestinacion.
La persecución contra los hugonotes
En Francia, el martirio de los cristianos, o Hugonotes,
como fueron llamados los protestantes franceses, fue
extremadamente severo. La historia de sus sufrimientos,
en particular en la noche de la terrible matanza de San
Bartolomé en 1572, es bien conocida, y ésta constituye,
quizá, la matanza más malvada y desalmada que jamás haya
sido perpetrada, y, como se debe añadir para su
vergüenza eterna, Roma mostró un estridente gozo al
recibir la noticia de que 100.000 personas inocentes
habían muerto.
Unas condiciones igualmente trágicas prevalecieron en
otros países europeos al avanzar la Reforma, pero con
los mártires del siglo dieciséis sucedió como había
sucedido con los cristianos primitivos: la fidelidad de
los mártires tan sólo fortaleció la obra del
avivamiento.
La Reforma en Inglaterra
La Reforma en Inglaterra demanda un comentario más
detallado, aunque está entretejida de manera inseparable
con la historia secular de la época. Habían pasado casi
doscientos años desde los tiempos de Wycliffe, pero la
chispa que él había prendido nunca se había desvanecido,
y, en el siglo dieciséis, iba a manifestarse como una
llama resplandeciente e inapagable.
William Tyndale
La primera figura destacable después de Wycliffe en la
Reforma Inglesa fue William Tyndale. Se manifestó
públicamente en un momento en que el Cardenal Wolsey, un
implacable representante de Roma, estaba ejerciendo una
maligna influencia sobre el país. Su exhibicionismo
lujoso de riqueza y ritual estaba casi introduciendo una
especie de papado en Inglaterra. Sus pretensiones eran
tales que en la época en que el Papa envió una bula de
excomunión contra Lutero, ¡Wolsey también le envió a
Lutero una suya! Pero Wolsey se excedió, porque el celo
con el que denunció los escritos de Lutero sólo sirvió
para atraer la atención hacia ellos, y tendió a
despertar el adormecido interés de los ingleses y para
prepararlos para las doctrinas de la Reforma. La obra de
Tyndale, aunque de enorme significación, fue mayormente
desconocida, y, al sufrir el martirio a los cuarenta y
ocho años de edad, su vida de fiel testimonio no fue
larga. En medio de una constante oposición, que le llevó
a huir de Inglaterra, Tyndale, ayudado por su compañero
reformador Miles Coverdale, finalizó una traducción de
la Biblia. Su aceptación fue enorme, porque el pueblo
estaba sediento de ella. En un tiempo increíblemente
corto se difundieron copias desde las costas del canal
hasta los límites de Escocia. En Inglaterra, quizá en
mayor grado que en el Continente, la Reforma fue llevada
a cabo por la Palabra de Dios. Esto es significativo,
porque en Inglaterra no aparecieron hombres destacados
como Lutero, Zuinglio o Calvino.
La predicación de Latimer
Sin embargo, lo que Tyndale estaba haciendo de manera
silenciosa lo llevaba a cabo Hugh Latimer con sus
sermones. Latimer había sido un partidario tan firme de
Roma en sus primeros años que los papistas creyeron que
Lutero había por fin encontrado su igual, pero cuando
llegó el tiempo de Dios, la visión de Latimer quedó en
el acto transformada. Convertido de manera notable
durante la confesión de uno de sus penitentes que había
abrazado la verdadera fe cristiana, Latimer actuó tan
denodada y valerosamente en su denuncia de las doctrinas
de Roma como antes lo había sido para mantenerlas. Las
amenazas de los obispos fueron inútiles, y sus sermones
fueron empleados para iluminar a muchas almas. Además,
el mismo rey Enrique VIII, que (aunque sólo para sus
conveniencias domésticas) estaba tratando de sacudirse
el yugo de Roma, apoyó la predicación de Latimer. Lo
superficial que era este interés de Enrique se verá más
adelante; lo cierto es que tan sólo hacía pocos años lo
había sometido todo al Papa, y fue el Papa quien
concedió a Enrique VIII el título de «Defensor de la
Fe», por haber escrito contra las doctrinas de Lutero.
Sin embargo, los papistas no estaban dispuestos a dar un
respiro a Latimer, y, siendo llamado ante el obispo de
Londres bajo una acusación de herejía, fue excomulgado y
encarcelado.
La influencia de Cranmer
Fue durante esta época que Thomas Cranmer salió a la luz
pública. Aunque era superior a Latimer en erudición, le
iba a la zaga en lealtad a Cristo, y pasó mucho tiempo
antes que mostrara la suficiente resolución para
librarse de las redes del papismo. El consejo de Cranmer
a Enrique VIII con respecto a su divorcio de Catalina de
Aragón le atrajo el favor del rey, y fue designado para
la Sede de Canterbury. Aunque empleó su autoridad para
lograr la liberación de Latimer, la obra de la Reforma
no prosperó tanto como hubiera podido esperarse con
Cranmer en este alto cargo. Desde luego, no apoyó la
quema y la tortura de los herejes, pero era demasiado
tímido para tratar de suprimir tales prácticas, que
continuaron de manera alarmante. Fue el mismo Enrique el
responsable de esta cruel persecución. Aunque era
Romanista de corazón, y se gloriaba en todo el ritual,
rehusó aceptar la supremacía del Papa, refugiándose en
la posición independiente que había adoptado como cabeza
de la iglesia en Inglaterra.
Enrique VIII persigue a los reformadores
El rey y el clero llegaron a un acuerdo de un carácter
de lo más infame. El rey les dio autoridad para
encarcelar y quemar a los reformadores siempre que ellos
le ayudaran a rescatar el poder que había sido usurpado
por el Papa. En 1540 esta persecución iba a recibir un
nuevo empuje con la aparición de los famosos Seis
Artículos. La causa ostensible de esta malvada ley era
promover la unidad de los súbditos de Enrique en
cuestiones de religión. En realidad, se trataba de un
sutil medio para poner a los protestantes fuera de la
ley. Así, lo que sucedió fue que la rotura sólo se hizo
más grande. Condenaba a muerte a todos los que se
opusieran a la doctrina de la transubstanciación, de la
confesión auricular, a los votos de castidad y a las
misas privadas, y a todos los que apoyaran el matrimonio
del clero y dar la copa a los laicos. Cranmer empleó
toda su influencia, e incluso arriesgó del desagrado del
rey, para impedir su aprobación, pero todo en vano. El
partido Romanista seguía siendo poderoso, y el
temperamento del rey se hizo más violento que nunca.
Latimer fue echado en la cárcel, y cientos de personas
pronto le siguieron.
La benéfica influencia de Eduardo VI
Al morir Enrique VIII, Eduardo VI accedió al trono de
Inglaterra con la noble ambición de hacer de su país la
vanguardia de la Reforma. Como era sólo un niño de nueve
años en el momento de su coronación, el Duque de
Somerset —un genuino protestante— fue designado como
protector del reino. El primer uso que hizo Somerset de
su autoridad fue abolir los odiosos Seis Artículos, y,
hecho esto, dirigió su atención a otras reformas, siendo
la más significativa el levantamiento de la prohibición
de la lectura de las Escrituras. El joven rey mismo no
se mostró remiso a encabezar estas acciones, y no menos
de once ediciones de la Biblia fueron publicadas durante
su breve reinado.
Con la ejecución del Duque de Somerset y la muerte de
Eduardo a la temprana edad de dieciséis años, las
perspectivas para los protestantes parecían muy
amenazadoras, y de manera particular cuando María
accedió al trono, porque era católica fanática. Bajo la
malvada conducción de algunos de los agentes de Roma,
María consintió al deseo del parlamento de abolir la
innovación religiosa que Cranmer y Somerset sobre todo
habían introducido, y restauró el culto público en sus
viejos usos.
Martirio de Latimer y Cranmer, 1555—1556
Como era de esperar, no tardó en seguir la persecución,
y Latimer y Cranmer fueron quemados en la hoguera.
¡Pobre Cranmer! Timorato e inestable como siempre, falló
en la hora de la prueba y negó la fe. Pero, siempre
objeto del amor de Dios y de la gracia restauradora de
Cristo, fue recuperado, y exhibió una fortaleza en la
hora de la muerte que más que compensó por el débil
testimonio de su vida de claroscuros. Pero Dios iba a
intervenir en breve, y el paso de la corona de María a
Elisabet señaló la restauración del protestantismo.
El establecimiento de la Reforma bajo Elisabet
Poco es el crédito que se le debe dar personalmente a
Elisabet por esto. Ha sido descrita como una reina sin
corazón y casi sin conciencia. Podía ser todo para
todos, y a causa de su vanidad fue incluso
peligrosamente parcial en favor de mucho del ritual de
la iglesia de Roma. Sin embargo, lo indudable es que la
Reforma quedó establecida bajo su reinado y sobre una
base más firme y amplia que jamás antes.
La Reforma en Escocia
La Reforma, al llegar a Escocia, era una necesidad
vivamente sentida, porque la riqueza de las órdenes
monásticas se había hecho enorme, y sólo podía
equipararse con la codicia y el libertinaje de los
clérigos, mientras que la vida del pueblo estaba bajo la
pesada carga de las exacciones de los sacerdotes. En
Escocia, como en Inglaterra, la Biblia fue enfáticamente
la gran maestra de la nación, aunque los nombres de
Patrick Hamilton y de George Wishart siempre estarán
asociados con la Reforma en aquel país. Los dos fueron
intrépidos en la predicación de la verdad, y sellaron su
fiel testimonio con su sangre.
Limitaciones de la Reforma
Es quizá deseable en este momento pasar a repasar muy
rápidamente las limitaciones y fallos de la Reforma,
siempre dando la debida honra a la notable cadena de
fieles testigos que Dios suscitó para llevar a cabo
aquella magna obra. La doctrina de la Reforma expuso que
Cristo murió para reconciliar a Su Padre con nosotros.
«Una enunciación,» como ha dicho J. N. Darby,
«totalmente errónea, confundiendo el nombre de relación
en bendición con Dios en Su naturaleza; enseñando lo que
la Biblia no enseña, afirmando ellos que la obra de
Cristo era reconciliar a Dios con nosotros, y cambiar Su
mente». La verdad de la proyección del amor de Dios con
la libre y espontánea acción de Su gracia y naturaleza
estaba ausente de la teología de los reformadores y de
sus credos. Ellos tenían que «es necesario que el Hijo
del Hombre sea levantado», y creían en su eficacia; pero
no tenían el concepto de «porque de tal manera amó Dios
al mundo, que dio a su Hijo unigénito». Además,
predicaban la justificación por la fe para la liberación
de las almas, pero al establecer un sistema enseñaron
que el perdón de los pecados era obtenido mediante
regeneración bautismal, y luego se torturaron tratando
de conciliar ambas cosas. La Reforma nunca fue más allá
de la verdad de la justificación por medio de la muerte
y resurrección de Cristo. La formación de la asamblea en
relación con Cristo ascendido y el Espíritu Santo
enviado desde el cielo, y la segunda venida de Cristo
—primero para recibir a Sus santos y luego para juzgar
al mundo— no fueron ni tocadas.
La aplicación de la justificación por la fe —una verdad
verdaderamente preciosa en sí misma— era, naturalmente,
dirigida al individuo, y este mismo hecho resultó en la
transferencia de poder e importancia de la iglesia al
individuo. La idea de la iglesia como dispensadora de
bendición fue rechazada; y todo hombre fue llamado a
leer la Biblia por sí mismo, a examinarla por sí mismo,
a creer por sí mismo, a ser justificado por sí mismo, a
servir a Dios por sí mismo, por cuanto debía responder
de sí mismo. El pensamiento recién nacido de la Reforma
—siempre correcto, pero mucho tiempo negado por el
Romanismo— era, primero bendición individual, luego la
constitución de la iglesia. Pero lamentablemente el
verdadero concepto de la Iglesia de Dios se perdió
entonces de manera total, y no fue recuperado hasta los
inicios del siglo diecinueve. Hasta adonde habían
llegado, los reformadores estaban en lo cierto, pero al
perderse de vista el puesto y obra propios del Señor en
la asamblea por el Espíritu Santo, los hombres
comenzaron a unirse y a erigir unas llamadas iglesias
según sus propias ideas.
Iglesias independientes
Rápidamente se iniciaron una gran variedad de iglesias o
sociedades religiosas en muchas partes de la
cristiandad, efectuando cada país su propia idea en
cuanto a cómo debía constituirse y ejercerse el poder
eclesiástico. Esta diferencia de opinión resultó en los
cuerpos nacionales e innumerables cuerpos disidentes,
todos independientes entre sí, que siguen viéndose por
todas partes. La mente de Cristo en cuanto al carácter y
la constitución de Su iglesia parece haber sido
totalmente pasada por alto por los líderes de la Reforma
en su insistencia en el gran principio de la fe
individual.
Con este sumario en mente acerca del resultado de la
Reforma, podremos narrar tanto mejor la historia de la
iglesia, en particular en Inglaterra, durante los 280
años entre el establecimiento de la Reforma y la
recuperación de la verdad de la asamblea a principios
del siglo diecinueve.
El Concilio de Trento, 1545
Será sin embargo oportuno decir aquí que en lo
fundamental el carácter del Romanismo quedó sin cambios
a pesar de la Reforma. Incluso se aprovechó de las aguas
revueltas, que liberaron a millones de almas de su
servidumbre, para enunciar una clara confesión de su fe.
Esto tuvo lugar en el Concilio de Trento, y aunque se
establecieron cánones, o artículos de fe, que eran
esencialmente de carácter apóstata, las decisiones
doctrinales a las que se llegó en aquel tiempo han sido
desde entonces consideradas como el sumario autoritativo
de la fe Católicorromana.