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Historia de la Iglesia
Se agudiza la decadencia
Las tinieblas de las Edades Oscuras
Nunca fue más aplicable la expresión «ciegos guías de
ciegos» que durante este período. El clero, en su mayor
parte, vivía en un estado de letargo espiritual y de
indulgencia viciosa, sin exceptuar a los obispos; en
realidad, era en el obispo supremo, el papa de Roma,
donde la iniquidad encontró su culminación. Sus vidas,
incluso registradas por sus propios historiadores,
muestran, bajo una luz espeluznante, los pasos
descendentes hacia la gran apostasía. Ningún pecado era
demasiado vil que no lo pudiera perpetrar el ocupante
del trono papal, ni parecía haber inquietud alguna por
las cualidades del que lo debiera ocupar. En cierto
tiempo se afirma que fue incluso ocupado por una mujer
y, posteriormente, por un blasfemo joven inmoral de
dieciocho años. En los años justo anteriores a la
Reforma reinaron dos Papas simultáneamente, pretendiendo
cada uno de ellos ser el representante de Cristo en la
tierra, y acusándose el uno al otro, ante el mundo, de
falsedad, perjurio y de los más nefastos propósitos
secretos.
Testigos fieles en las Edades Oscuras
En medio de toda esta terrible negrura, es alentador
para el corazón registrar que Dios nunca se dejó sin
testimonio, y que la que ha sido llamada la «hebra de
plata de la gracia de Dios» puede ser seguida con una
fiel continuidad a través de todo el tiempo de las
Edades Oscuras. Luis el Gentil, un hijo de Carlomagno,
un verdadero cristiano, aparece destacado en este
contexto. Fue instrumento para la introducción del
evangelio en Dinamarca y Suecia. El evangelio fue
también llevado por diversos medios, escogidos
soberanamente por Dios, a los noruegos, rusos, polacos,
húngaros y búlgaros.
Las ambiciones del Papa Gregorio VII
Con la elección de Hildebrando al trono papal en el año
1073, la secular aspiración de la iglesia de Roma por
conseguir el dominio universal de todo el mundo iba a
recibir un cumplimiento parcial. Las ambiciones de
Hildebrando —que asumió el nombre de Gregorio VII—
carecían de límites, y lo mismo casi podría decirse de
los medios malvados e implacables que usó para
satisfacerlas. Su deseo era organizar un inmenso estado
eclesiástico cuyo gobernante fuera supremo sobre todos
los gobernantes de la tierra. Y Gregorio no vaciló en la
supresión de todas aquellas costumbres que él
considerara que le estorbaban en la consecución de su
audaz plan. Entre las más visibles de estas supresiones
fue su prohibición del matrimonio para el clero, cosa
que trajo gran desgracia a millares de hogares.
La lucha de Gregorio con Enrique IV
Su intento de suprimir el privilegio secular de reyes y
emperadores de escoger sus obispos y abades le hizo
chocar de inmediato con Enrique IV, Emperador de
Alemania. La negativa de Enrique de someterse a éste y a
otros decretos del Papa enfurecieron tanto a este último,
que tuvo la audacia de ordenar al emperador que
compareciera ante él en Roma, y, cuando este llamamiento
fue rechazado, el encolerizado Gregorio pronunció la
excomunión del emperador de la iglesia. Al mismo tiempo,
se le declaró depojado de su reino y sus súbditos fueron
absueltos de sus juramentos de lealtad. Los
supersticiosos temores de la gente, ya suscitados por el
interdicto papal, fueron adicionalmente agitados por
renovados embates del Vaticano, y estalló la guerra
civil. El poder de Gregorio aumentó mientras el de
Enrique menguaba, hasta que el desdichado monarca,
abandonado por casi todos sus súbditos, rogó humilde el
perdón del Papa. Éste trató de manera tan insensible al
arrepentido emperador que el resultado fue una acerba
venganza. Enrique encontró pocas dificultades para
reunir un ejército de simpatizantes que condujo a Roma.
Logró entrar en la ciudad, deponer a Gregorio, y poner a
otro Papa en su lugar. El encarcelado Gregorio pidió
ayuda inmediatamente a Robert Guiscard, un gran guerrero
normando. Pronto se reunió un gran y abigarrado ejército,
y, a pesar de todos los ruegos del clero y de los laicos
para que Gregorio se aviniera a un acuerdo con Enrique,
el Papa se mantuvo impávido. Estaba incluso dispuesto a
ver la más terrible carnicería en Roma antes que rendir
sus exaltadas pretensiones de que el emperador «entregara
su corona y diera satisfacción a la iglesia». Tan pronto
como Gregorio fue liberado de su encarcelamiento por el
triunfo de Guiscard, entabló de nuevo una lucha contra
Enrique, pero su muerte impidió el estallido de aquella
tormenta.
Las Guerras Santas — 1094—1270
Hacia finales del siglo undécimo, Satanás cambió de
táctica. El papado había ganado poco con su lucha contra
el emperador, y una cuestión a resolver era cómo el
poder espiritual podría lograr un dominio total sobre el
temporal. Las nuevas tácticas que el enemigo sugirió,
por medio del genio malvado de Roma, fueron las Guerras
Santas. Las ocho Cruzadas que constituyen las Guerras
Santas se extendieron por todo el siglo doce y gran
parte del trece. Aunque totalmente fallidas por lo que
respecta al propósito para el que fueron instigadas, la
parte que tuvieron en el desarrollo de la iglesia de
Roma justifica alguna referencia a sus motivaciones y
desarrollo.
El objeto de las Cruzadas
Habían llegado quejas de Tierra Santa por las afrentas y
ultrajes sufridos por peregrinos al Santo Sepulcro, y el
Papa Urbano no tardó mucho en darse cuenta de que Europa
podría ser sangrada y agotada si se organizaban
expediciones con el aparente motivo de rescatar el
sepulcro de Cristo de manos de los infieles turcos. Esto
le posibilitaría impulsar sus pretensiones temporales de
una manera que ningún Papa había podido antes de él,
porque los turbulentos barones y poderosos príncipes
estarían fuera de su camino, y no habría nadie que se le
pudiera oponer. Este plan, diabólicamente astuto, tenía
una apariencia de justicia y de piedad, y los corazones
de miles por toda Europa fueron atraídos por él. Se
basaba en un emocionalismo y superstición sin frenos, y
estaba rematado por una blasfema oferta papal de
absolución de todos los pecados para todos los que
tomaran armas en esta sagrada causa, y la promesa de la
vida eterna a todos los que murieran en el intento.
La Primera Cruzada, 1094
En estas condiciones, no es sorprendente que una enorme
horda de sesenta mil guerreros estuviera pronto lista
para emprender la primera cruzada a Palestina. Aquella
expedición estaba condenada al fracaso, y ni siquiera
llegó a Tierra Santa, aunque dos terceras partes de
aquel número murieron en el empeño. Los supervivientes
fueron reorganizados un año más tarde y, después de una
larga y sangrienta lucha, los cruzados lograron asaltar
Jerusalén. La carnicería que siguió fue indescriptible,
y la matanza de setenta mil mahometanos fue considerada
como una buena obra cristiana.
La Segunda Cruzada, 1147
La segunda cruzada, unos cincuenta años después de la
primera, fue planificada de manera mucho más cuidadosa.
El número de participantes aumentó a más de novecientos
mil hombres. Incluía (tal como era la intención original
de Roma) dos emperadores —los de Francia y Alemania—,
una hueste de sus nobles, y estaba apoyada por la
riqueza y el poder de las naciones.
La predicación de Bernardo
La predicación de esta cruzada había sido confiada al
famoso abad Bernardo de Claraval, cuya gran elocuencia y
peso moral fue indudablemente útil para lograr tan gran
número de los que se pusieron bajo la bandera de la cruz.
Pero esta cruzada, como la primera, fue un fracaso
miserable y humillante, y se estima que cerca de un
millón de vidas se perdieron en la empresa.
La cruzada de los ninos, 1213
No es necesario dar detalles de las cruzadas posteriores,
aunque se puede hacer una referencia incidental de que
entre la quinta y la sexta cruzada, hubo otra compuesta
totalmente por niños, organizada por un muchacho pastor.
Es triste registrar que este patético intento de
conquistar a los infieles cantando himnos y rezando
oraciones tampoco tuvo más éxito que las otras, y un
gran número de los noventa mil niños que emprendieron la
cruzada murieron de hambre o fatiga, o fueron vendidos
como esclavos. Las mismas causas irrazonables y
antiescriturarias, aunque galvanizadoras, y los mismos
resultados desastrosos, se hacen evidentes en cada una
de las expediciones, ello a pesar del hecho de que
durante doscientos años fueron la fuente de una enorme
riqueza y poder para la iglesia, y de incalculable
miseria, ruina y degradación para las naciones de Europa.
San Bernardo y el monasticismo
Aunque la última cruzada nos lleva al año 1270, tenemos
que retroceder cien años, y referirnos brevemente a la
expansión de la vida monástica, en particular bajo la
influencia de San Bernardo, abad de Claraval. Su
predicación, que precedió a la segunda cruzada, y que ya
ha sido mencionada, fue sólo una de sus muchas
actividades. Por medio siglo apareció como líder y
rector de la cristiandad —el oráculo de toda Europa.
Aunque la idea del monasterio había existido desde los
tiempos de Antonio, ya hacía ochocientos años, no hay
duda de que el interés en el monasticismo fue sumamente
estimulado durante la vida de Bernardo. A él mismo se le
atribuye la fundación de ciento sesenta monasterios
esparcidos por Francia, Italia, Alemania, Inglaterra y
España. La vida en estos monasterios era extremadamente
severa. Obrando bajo la piadosa pero engañada suposición
de que cuanto más alejados estuvieran de los hombres,
tanto más cerca estarían de Dios, los monjes se
infligían a sí mismos todo tipo de tortura y sufrimiento.
Bernardo sobresalía en esto, y pasaba el tiempo en
soledad y en el diligente estudio de las Escrituras. El
efecto del sistema monástico en general sobre el pueblo
en las Eras Oscuras tiene que explicar su buena
disposición a creer cualquier cosa que les dijera un
monje, especialmente sobre el bien o el mal, sobre el
cielo o el infierno, y el monasterio era incluso
considerado como la puerta del cielo. Por engañado que
estuviera Bernardo, y a pesar de lo que registra la
historia de negativo en sus acciones, no se puede dudar
que era un verdadero creyente. En realidad, su vínculo
con el Señor tiene que haber sido real y de gran valía
para él, o nunca hubiera podido escribir este himno:
¡Jesús! sólo en ti pensar
De deleite el pecho llena;
Pero más dulce será tu rostro ver
y en tu presencia reposar.
Detalles como éstos confirman la anterior referencia a
la ininterrumpida hebra de plata de la gracia de Dios.
Sin embargo, no se debe dar la impresión de que todos
los monasterios llegaban a la norma de los que estaban
bajo el control de Bernardo, ni que la condición de
estos últimos se mantuvo igual tras su muerte. En
general, las condiciones en ellos era lamentablemente
mala.
Testigos fieles en el siglo doce
A pesar de esto, el siglo doce vio las actividades de
otros hombres piadosos además de Bernardo, y constituye
un ejemplo trágico del poder cegador del papado el hecho
de que Bernardo considerara generalmente a estos fieles
testigos como herejes. De entre estos pretendidos
herejes se pueden mencionar en particular a Pedro de
Bruys y a Pedro Waldo. Sus actividades fueron similares
en cuanto a que denunciaron abiertamente la corrupción
de la iglesia dominante y los vicios del clero. Waldo
fue el que llegó más lejos de los dos. No sólo renunció
a aquel sistema religioso como anticristiano, sino que
predicó el sencillo evangelio, y, al traducir los
Evangelios a la lengua del pueblo, puso la Biblia en
manos de los laicos, hecho éste que provocó el
interdicto del Papa, excomulgándolo de la iglesia.
Tomás Beckett y el papado en Inglaterra
La sinopsis del desarrollo histórico del siglo doce no
estaría completa sin una breve mención de la larga
pendencia entre Enrique II de Inglaterra y Tomás
Beckett, Arzobispo de Canterbury. De hecho, se trataba
del viejo conflicto entre la Iglesia y el Estado, la
misma batalla que había sido librada entre Enrique de
Alemania y el Papa Gregorio, pero que esta vez se daba
en suelo inglés. Tomás Beckett, un inflexible vasallo de
Roma, se opuso violentamente a los deseos del rey de
poner a raya el crecimiento del poder papal en
Inglaterra, y no vaciló en actuar como traidor contra el
rey para alcanzar sus fines. Esto se hizo evidente
cuando Enrique y sus barones establecieron un código
para la protección de sus súbditos de las
arbitrariedades del clero. Beckett, inmediatamente
después de haber puesto su firma a estas leyes, las
violó apelando a Roma, y luego, bajo la promesa de la
indulgencia papal, rehusó reconocerlas en absoluto.
Siguió a esto una larga y acerba lucha entre Enrique y
Beckett, pero este último, renunciando a todos sus
títulos y cargos oficiales, y retirándose a la posición
de un monje austero y mortificado, pronto se ganó las
simpatías de las gentes supersticiosas. Y así sucedió
que cuando Beckett fue asesinado, más o menos por
inducción del rey, que el rey fue acusado de tirano
irreligioso, y Beckett recibió culto como santo
martirizado. Este desafortunado incidente y la
consiguiente humillación del rey, que tuvo que dirigirse
en humilde peregrinaje a pie a la tumba de Beckett para
ser allí azotado por los bien dispuestos monjes, hizo
mucho por extender por Inglaterra la dominante
influencia de Roma.
La maldad de los sacerdotes
En este tiempo, las condiciones en la iglesia profesante
parecían estar degenerando, si ello fuera posible, hasta
mayores profundidades. Clérigos de todo rango estaban
lanzados a la lucha por la riqueza y el poder. La masa
del pueblo era sumamente ignorante, y carente casi
totalmente de espiritualidad. Menospreciando la
educación, estaban a merced de los sacerdotes, que veían
el valor de la ignorancia, y que buscaban, por todos los
medios, limitar sus conocimientos. Se ha dicho con razón
que Inglaterra, en el siglo doce, estaba gobernada por
los sacerdotes. Los monasterios se habían convertido en
palacios en los que los señoriales abades podían dar sus
suntuosos agasajos y darse a sus culpables amores,
protegidos por el fuerte brazo de Roma. El astuto
sacerdote podía pretender agitar la llave de San Pedro
en el rostro de su contrario, y amenazarlo con excluirlo
del cielo y encerrarlo en el infierno si no obedecía a
la iglesia. Era su pretendida santidad y su malvada
perversión de las Escrituras lo que les daba tal poder
sobre los ignorantes y los supersticiosos. Además, desde
el emperador hasta el campesino, todo el interior del
corazón de cada hombre y mujer pertenecía a la iglesia
de Roma y estaba abierto al sacerdote. Ninguna acción,
apenas si un pensamiento, eran escondidos al padre
confesor. Los sacerdotes vinieron a ser así una especie
de policía espiritual ante la cual cada hombre estaba
obligado a informar contra sí mismo. Las terribles
amenazas de excomunión de la iglesia y de las penas
eternas del infierno obligaban al más soberbio corazón a
entregar todos sus secretos. Luego, el dogma igualmente
malvado y relacionado de las indulgencias, por el cual
los pecados eran remitidos mediante una contribución a
la tesorería de la iglesia sin necesidad del penoso o
humillante proceso de la penitencia, trajo inmensas
riquezas a las manos de los culpables sacerdotes. Y aquí
se debe añadir lo dispuestos que estaban los sacerdotes
a cometer crímenes mucho más graves que aquellos de los
que con desgana absolvían a los cegados laicos. Pero si
los sacerdotes regían al pueblo, el Papa regía a los
sacerdotes. Todos le estaban sometidos, y tanto más
cuanto que durante aquel tiempo se presentó de manera
destacada el dogma de la infalibilidad papal. La «Bula
de Infalibilidad» afirmaba que el Papa como cabeza de la
iglesia no podía errar cuando enunciara solemnemente,
como vinculantes para todos los fieles, una decisión
sobre cuestiones de fe o de moral.
La culminación del poder papal
El siglo trece se distingue comúnmente como la era
dorada de la gloria pontificia. En este siglo iba a
cumplirse la gran ambición de los papas sucesivos desde
el siglo quinto en adelante de establecer el trono de
San Pedro por encima de todos los otros tronos. Fue el
gran Papa Inocencio III, que poseía una astucia
diabólica, el que sobrepasó los logros de todos sus
predecesores y logró el dominio sobre los reyes de la
tierra. No podemos siquiera mencionar los sucios medios
de que se sirvió para alcanzar sus fines, ni hablar de
los años de asesinatos y guerras con que alcanzó su
meta. Los coronados sacerdotes de Roma se movieron con
una mano maestra y con la aplicación infatigable de toda
la maquinaria del papado, para que él mantuviera y
consolidara la absoluta soberanía de la Sede de Roma.
Durante este tenebroso período, Inglaterra iba a caer
más que nunca bajo el férreo dominio de Roma.
Inglaterra bajo el interdicto papal
Tanto fue ello así que otro enfrentamiento entre el rey
y el primado llevó a que toda Inglaterra quedara bajo el
interdicto papal. Todas las actividades de la iglesia se
suspendieron hasta que el interdicto quedara levantado,
y Juan, Rey de Inglaterra, hubiera sido depuesto del
trono, y esto por orden del Papa. Entonces, y como si
esto no fuera suficiente, el Papa ofreció el trono
vacante ¡al rey de Francia! Roma, como la mujer de
Apocalipsis 17, estaba en verdad cumpliendo la profecía
divina de que «reina sobre los reyes de la tierra».
Inglaterra se rinde a Roma, 1213
Juan, el rey depuesto, fue al principio rebelde y
desafiante, pero más tarde se vio obligado a inclinarse
humilde ante el Papa, e Inglaterra se rindió
abiertamente a Roma. Esto tuvo lugar el 15 de mayo de
1213. ¡Pobre Juan! Había sido el más despreciable tirano
que jamás se sentara en el trono de Inglaterra, y no
pudo sobrevivir mucho tiempo a este fatal acontecimiento.
Murió en 1216 (sólo unas pocas semanas después que el
mismo Papa Inocencio), y murió, como ha dicho otro, «con
un carácter sin redimir por una sola virtud solitaria».
Una nueva persecución contra los cristianos
Otra de las actividades de Inocencio fue emprender una
violenta persecución contra las prédicas de Pedro de
Bruys y de Pedro Waldo. Éstas habían dado un fruto
maravilloso, hasta el punto de que se podían hallar
seguidores de ellos en casi cada país de Europa. La
persecución, conducida principalmente por el notorio
Simón de Monfort, cayó primero sobre los cristianos del
sur de Francia. Miles y miles fueron brutalmente
asesinados en el distrito de Languedoc. Se debe observar
que éste no era un ejército de la iglesia saliendo en
santo celo contra los paganos, los mahometanos o los
negadores de Cristo, sino la iglesia profesante misma
contra los verdaderos seguidores de Cristo, contra
aquellos que reconocían Su deidad y la autoridad de la
Palabra de Dios. Esto era algo nuevo en los anales de la
cristiandad; pero la inexpugnable obra de Dios salió a
la luz exactamente de la misma manera en que había
aparecido mil años antes en la fidelidad de los mártires.
En un lugar los ejércitos papistas encontraron un número
de cristianos, hombres y mujeres, orando y esperando
pacíficamente su fin. Cuando se les presentó la doctrina
de Roma como la única alternativa a la muerte,
contestaron a una voz: «Nada queremos saber de vuestra
fe; hemos renunciado a la iglesia de Roma. En vano os
esforzáis, porque ni la muerte ni la vida nos hará
renunciar a la verdad que mantenemos». También es
interesante registrar que muchos de los valdenses y
albigenses, como se les llamaba, huyeron a otros países,
de manera que, por la gracia de Dios, el verdadero
evangelio fue predicado en casi todos los rincones de la
cristiandad.
La Inquisición
Fue al comienzo de estas guerras que fue fundada la
Inquisición, el más terrible de los tribunales de este
mundo, por influencia de Domingo, un monje español que
había tenido parte destacada en la persecución contra
los cristianos en el sur de Francia. Al principio su
actividad era secreta, pero en el año 1229 fue
reconocida públicamente su gran utilidad en la detección
de los herejes, y el concilio de Toulouse la constituyó
como institución permanente. Se ordenó que se
establecieran inquisidores laicos en cada parroquia para
detectar a los herejes, con plenos poderes para que
entraran y registraran todas las casas y edificios, y
para someter a los sospechosos a cualquier examen que
consideraran necesario. La lectura de la Palabra de Dios
fue públicamente prohibida por Roma, e incluso su
posesión era considerada como un crimen capital. Este
terrible tribunal fue introducido gradualmente en los
Estados Italianos, en Francia, España, y en otros países,
pero nunca se permitió su entrada en las Islas
Británicas. No podemos aquí entrar en los detalles de la
Inquisición. Es cosa harto sabida que las acciones más
negras, la tiranía más arbitraria y las crueldades más
inhumanas que jamás ennegrecieran los anales de la
humanidad se perpetraron bajo la blasfema pretensión de
que los inquisidores estaban manteniendo piadosamente
los derechos de Dios en la iglesia.
Estamos ahora aproximándonos al profundamente
interesante período de la Reforma, cuando no sólo el
soberbio edificio de Roma iba a ser desafiado, sino
también sacudido hasta sus mismos cimientos. La
importancia de la Reforma y el puesto que ocupa en la
historia de la iglesia hace necesario entrar en ella con
más detalle que hasta ahora en esta historia