Pastor Ezequias Garcia

Historia de la Iglesia
La Union de la Iglesia y el estado
Constantino el Grande

Así, es quizá comprensible que Satanás escogiera este momento para cambiar su forma de ataque, y a comienzos del siglo cuarto empezó el período eclesial de Pérgamo, en el que el león se transformó en serpiente, y en el que los adversarios de fuera dieron lugar a los seductores desde dentro. Constantino el Grande era en esta época el César de Roma, y se mostró abiertamente como protector de la nueva religión —hecho tan significativo como inesperado. Naturalmente, lo que siguió fue que la posición de los cristianos pasó inmediatamente de una de intensa persecución a otra de supremo favor; y ello hasta el punto en que se veía al mismo Emperador de Roma presidiendo los concilios de la iglesia.

La union de la Iglesia y el Estado, 313 d.C.

Pronto se hizo sentir el pernicioso efecto de esta primera unión entre la Iglesia y el Estado. Constantino no aceptaba otra autoridad más que la suya, y recurría a medidas violentas para hacerla obedecer. Se puede dar un ejemplo de esto. Un hereje destacado, llamado Arrio, expuso un credo religioso que negaba la deidad de Cristo. Enseñaba él que el Señor había sido creado por Dios como todos los otros seres, y que, consiguientemente, no era coeterno con Dios. Los obispos cristianos denunciaron esta doctrina, con razón, como una horrible blasfemia; Arrio y sus seguidores fueron excomulgados por la iglesia, y la posesión y difusión de sus escritos fueron declaradas pecados capitales. En cambio, Constantino consideró la herejía una mera minucia, y ordenó promulgar un edicto imperial mandando que los herejes excomulgados fueran restaurados a la comunión de la iglesia. Fue Atanasio, obispo de Alejandría, el que discernió el verdadero peligro en las enseñanzas de Arrio, y se resistió firmemente a esta intervención. Estaba totalmente dispuesto a resistirse a la orden del emperador y a sufrir persecución y destierro por su defensa de esta gran verdad central del cristianismo: la deidad del Señor Jesús. En el Concilio de Nicea, en el año 325, la deidad de Cristo recibió sanción oficial, y fue formalmente enunciada en el original Credo Niceno.

El Edicto de Milan, 313 d.C.

A pesar de muchos y lastimosos fallos, se debe admitir que Constantino hizo muchas cosas de gran valor en su tiempo, y que su legislación en general da evidencia de la silenciosa acción de principios cristianos. Él fue el responsable de la redacción del famoso Edicto de Milán —a veces llamado la Carta Magna de la Cristiandad. Concedía a los cristianos una libertad total y absoluta para el ejercicio de su religión. Sería difícil encontrar un mayor contraste que el que se observa entre la posición de la iglesia al principio y al final del reinado de Constantino. Como bien ha dicho Miller: «La encontró encarcelada en minas, mazmorras y catacumbas, y excluida de la luz del cielo; y la dejó en el trono del mundo». Sin embargo, ello fue en cumplimiento de la profecía inspirada: «Yo conozco tus obras, y dónde moras, donde está el trono de Satanás» (Ap 2:13).

El comienzo de las Edades Oscuras

La herejía de Arrio fue sólo uno de muchos intentos de Satanás durante el siglo cuarto y quinto para corromper la verdad. Por ejemplo, surgió un hombre llamado Pelagio negando la total corrupción de la raza por la transgresión del primer hombre, y enseñó que nacemos en inocencia, quedando por ello excluida la necesidad de la gracia divina. En muchos casos, Dios suscitó soberanamente a hombres que combatieran estas malas doctrinas, pero la gloria de la iglesia iba desvaneciéndose constantemente, y estaba introduciéndose el terrible período de las Edades Oscuras. El testimonio de un Cristo rechazado en la tierra y exaltado en el cielo —que habría brillado con tanto resplandor en los días de los mártires— estaba ahora perdiéndose rápidamente, porque el verdadero carácter de los cristianos como extranjeros y peregrinos se había desvanecido con su amalgamación con el mundo. Además, por cuanto la confesión del cristianismo era considerada como una vía segura para la riqueza y el honor, todas las categorías y clases solicitaban el bautismo, mientras que muchos trataban de unirse al orden sagrado del clero con los motivos más mezquinos.

La caida del Imperio Romano

Es significativo que en esta época, el Imperio Romano, que había también estado en una larga decadencia, iba a llegar también a sus días más negros. Hordas bárbaras comenzaron a desparramarse desde todos los lados, y tres veces la misma antigua ciudad de Roma estuvo a merced de los invasores. Finalmente, se lanzaron dentro de la ciudad como langostas, dejando sólo ruina y desolación tras ellos. Así fue el terrible final de Roma. No fueron los cristianos entonces los que fueron objeto de las persecuciones. En realidad, apenas si se les tocó, y en todo lugar se respetó a los obispos. Sin embargo, no se reconoció demasiado la mano de Dios en esto, y la vida de los miembros del clero era notoriamente mala. En la misma Roma la condición de la iglesia estaba tan deprimida que el obispado llegó a ser, en una ocasión, objeto de contención, y dos candidatos, en su lucha por el cargo, no tuvieron escrúpulos en acusarse mutuamente de los más graves crímenes.

El surgimiento del monasticismo

Fue en medio de esta confusión y manifiesta decadencia que surgió el monasticismo. Antonio, natural de Egipto, tuvo el dudoso honor de ser el primer monje. Los eremitas ya habían existido antes de él, pero él fue el primero en adoptar la vida enclaustrada y en retirarse de manera absoluta del mundo. Hay pocas dudas de que era verdaderamente cristiano, y un tiempo de persecución lo sacó de su retiro para compartir los peligros de sus hermanos. El monasticismo se extendió rápidamente, y antes del final de aquel siglo todos los lugares desérticos del mundo cristiano estaban punteados por monasterios y conventos. No hay duda alguna de que de estas instituciones surgieron muchas cosas buenas. A menudo demostraron ser un verdadero refugio para los enfermos, los pobres y los viajeros. Además, en el silencio de sus celdas, los primeros monjes copiaron y preservaron así muchos de los antiguos escritos, incluyendo las mismas Sagradas Escrituras. Todas estas instituciones, tan esparcidas, estaban bajo el control de los obispos; pero los monjes eran reconocidos sólo como legos por la iglesia. A finales del siglo quinto apelaron al Papa de Roma, pidiéndole permiso para ponerse bajo su protección, petición a la que él accedió bien dispuesto, porque estaba bien familiarizado con las riquezas e influencias de ellos. Así fue que los monasterios, abadías, prioratos y conventos quedaron sujetos a la Sede de Roma.

La división del Imperio Romano resultó finalmente en la división de la iglesia, que quedó prácticamente completa hacia finales del siglo sexto, pero que fue consumada de manera oficial y definitiva sólo en el 1054. Las mitades oriental y occidental, la iglesia Católica Griega y la Católica Romana, emprendieron así cada una su camino por separado.

El surgimiento del Papado

Con el siglo sexto comienza el período de Tiatira de la historia de la iglesia; en otras palabras, el papado de las Edades Oscuras. Nos lleva al tiempo de la Reforma, aunque, naturalmente, el Romanismo mismo prosigue hasta la venida del Señor. Este estado está caracterizado por la admisión y tolerancia pública en la iglesia de lo que es burdamente malo e idolátrico, como lo sugiere el mensaje al ángel de la iglesia en Tiatira: «Toleras que esa mujer Jezabel, que se dice profetisa, enseñe y seduzca a mis siervos a fornicar y a comer cosas sacrificadas a los ídolos. Y le he dado tiempo para que se arrepienta de su fornicación, pero no quiere arrepentirse de su fornicación» (Ap 2:20, 21).

Ya se ha hecho referencia a la buena obra de Constantino, pero el triste efecto fue que la iglesia se sintió más inclinada a poner su confianza en el emperador de Roma que en su Cabeza viva en el cielo. Pero nunca podía haber una total amalgamación de las dos partes; o bien el estado o bien la iglesia debían asumir la preeminencia, y por un tiempo la iglesia se contentó con tomar el puesto subordinado. Con la muerte de Constantino comenzó la lucha por la supremacía, y los obispos de Roma presentaron atrevidamente sus pretensiones al gobierno universal de la iglesia como sucesores de San Pedro. Es significativo el hecho, que además expone los errores de raíz del papado, de que aunque los nombres de los primeros obispos de Roma puedan ser conocidos en la historia, el orden en el que se sucedieron unos a otros no es conocido. Además, los obispos de Antioquía y de Alejandría (las respectivas capitales de las divisiones asiática y africana del Imperio, así como Roma lo era de la europea) eran reconocidos y estaban a la par con el obispo de Roma.

Gregorio Magno

Gregorio Magno fue el único Papa destacable en el siglo sexto. Fue un hombre piadoso, y fue responsable del envío de un grupo de monjes misioneros a Inglaterra, encabezados por Agustín. Fueron recibidos amistosamente, y comenzó una gran obra evangelística, aunque el evangelio había sido predicado en las Islas Británicas mucho antes que llegaran Agustín y sus monjes. A pesar de que este período vio varias otras actividades misioneras, que indudablemente llevaron a la conversión de muchas almas, las cosas estaban volviéndose más oscuras por todas partes, y el poder corruptor de Roma estaba creciendo de manera alarmante.

Prosigue la decadencia de la iglesia

Fue en esta época que se estableció la abominable idea del purgatorio, mientras que la sencillez del culto cristiano quedaba sepultada bajo la pompa del ritual. Las tinieblas que se cernían sobre la cristiandad fueron espesándose con el paso de los años, y a principios del siglo séptimo la ignorancia del clero y la superstición del pueblo habían llegado a ser asombrosas. La Biblia era muy poco leída, la lengua griega había quedado casi olvidada, y muchos del clero eran incapaces de escribir sus propios nombres. La soberbia y la codicia del clero se introdujo en los monasterios, y no es una exageración decir que muchos de estos lugares llegaron a ser un nido de vicios. Pero, ¿quién podrá sorprenderse de este estado de cosas cuando se considera el ejemplo dado por los Papas, cuya arrogancia y ambición parecía aumentar a diario? Su ambición carecía de límites, y ningunos medios eran demasiado bajos para alcanzar sus fines, y antes de mucho tiempo hicieron suyo el título de «Obispo Universal» por autoridad imperial. Así, quedó sólidamente puesto el fundamento sobre el que se edificaron todas sus pretensiones posteriores.

La autoridad imperial, dada al Papa

Sin embargo, el Papa de Roma, aunque era el dictador supremo en la iglesia, seguía sometido al poder civil, hecho que resultó extremadamente irritante y del que varios Papas sucesivos intentaron liberarse. Con este objetivo, y para lograr nuevos convertidos a su causa, Roma patrocinó varios grupos misioneros. Aunque algunos de estos esfuerzos fueron indudablemente bendecidos por Dios, es de observar que el evangelio fue predicado en su mayor pureza por hombres fuera del seno de la iglesia de Roma.

Los misioneros de Iona

Bien puede mencionarse en este contexto el nombre de Columba. Con un puñado de otros cristianos, zarpó de Irlanda en el 565, y desembarcó en la isla de Iona, frente a la costa occidental de Escocia. Durante muchos años el monasterio que fundó allí fue considerado la luz del mundo occidental, y docenas de fieles misioneros salieron de él para llevar el evangelio a cada rincón de Europa.

El surgimiento del islam

En el año 612 apareció Mahoma, el falso profeta de Arabia, en la escena de la historia del mundo. No es éste el lugar para entrar en la larga historia del islam. Su doctrina fundamental queda expresada en el bien conocido dogma de su fundador: «No hay más dios que el verdadero Dios, y Mahoma es Su profeta». Esta religión, tal como se expone en el Corán, es una peligrosa mezcla de verdad y fábulas, pero su pecado clamoroso reside en su negación de la deidad de Cristo.

No es ni necesario ni provechoso dedicar mucho tiempo a la historia de la iglesia durante los siglos octavo, noveno y décimo. El poder papal fue creciendo constantemente, junto con su ritual e idolatría. Es extraño que este hecho sólo sirviera para ahondar la enemistad entre el emperador y el Papa. El primero, alarmado por los avances del islam, cuyo propósito expreso era la exterminación de la idolatría y la afirmación de la unidad de Dios, comenzó una campaña contra el culto a las imágenes. El segundo, totalmente apoyado por los obispos y el clero, sancionó el culto a las imágenes, y amenazó excomulgar de la iglesia a todos los que no se conformaran a este culto. Esta lamentable actitud empeoró cuando un emperador cedió en la cuestión del culto a las imágenes, uniendo sus fuerzas a las del errado Papa, y estableciendo la idolatría como la ley de la iglesia cristiana.

Otro de los muchos malignos inventos de este período fue la doctrina de la transubstanciación, con la que se expresó que el pan y el vino de la Eucaristía son realmente convertidos en el cuerpo y en la sangre de Cristo. Cegada por los errores cumulativos de la superstición, Roma estaba dispuesta a ser extraviada, y el dogma de la transubstanciación fue pronto reconocido como una doctrina central y esencial.