Historia de la Iglesia
Las persecuciones
comenzaron el 64 d.C.
Es evidente, leyendo las epístolas de la Escritura, que
la decadencia y el fracaso ya se habían introducido
incluso en los tiempos de los apóstoles. No sólo Pablo
tiene que decir en su segunda epístola a Timoteo que
todos los de Asia lo habían abandonado, sino que el
Señor, dirigiéndose al ángel de la asamblea de Éfeso —la
primera de las siete— dice: «Has dejado tu primer amor».
Esta decadencia fue seguida poco después por un tiempo
de intensa persecución. Comenzó en el reinado de Nerón y
por su instigación, y prosiguió durante casi tres siglos.
Es destacable que durante este período la historia ha
registrado diez persecuciones generales distintas, lo
que puede tener que ver con la palabra del Señor a la
segunda asamblea — Esmirna: «Tendréis tribulación por
diez días».
Se puede también hacer referencia de pasada al temprano
cumplimiento de la palabra del Señor acerca de la
destrucción de Jerusalén. El 70 d.C. la ciudad fue
devastada por el general romano Tito, y se ha dicho que
más de un millón de personas murieron en el asedio y en
la terrible guerra civil que al mismo tiempo estaba
desatada dentro de sus murallas.
Es innecesario en una sinopsis como esta entrar en los
detalles de las diez primeras persecuciones o registrar
la larga historia de los mártires cuya sangre sirvió
para regar la simiente del evangelio. Hombres y mujeres,
viejos y jóvenes, sufrieron igualmente en muchas partes
de Europa y Asia. Además de la mayoría de los apóstoles
y de otros hombres de Dios mencionados en las Escrituras,
como Timoteo, destacan de manera preeminente los nombres
de Ignacio, Policarpo, Justino y Perpetua entre los
muchos cuya fidelidad inalterable a Cristo les procuró
la palma del martirio. Una y otra vez, con terrible
ferocidad, se descargaron los poderes del infierno
contra la iglesia, pero ésta prosperó en medio de la
persecución, y, en lo principal, los períodos de calma
que hubo entre las tormentas dieron evidencia de la
expansión del evangelio. Los esfuerzos por aniquilarlo
fueron terribles e implacables, pero las puertas del
infierno no iban a prevalecer, y muchos miles de almas
que habían estado buscando en vano descanso para sus
corazones en las mitologías de Roma y de Egipto se
declararon seguidores gustosos de Cristo.
Decadencia en aumento de la iglesia
Sin embargo, fue tras una persecución de aproximadamente
doscientos años que los elementos de decadencia y
alejamiento de la verdad comenzaron a profundizar en la
iglesia, y la fidelidad de los mártires resplandeció
tanto más sobre el oscuro fondo de la decadencia de la
gloria de la iglesia. La causa de la decadencia —y en
verdad podríamos decir que la causa de toda decadencia—
residía en el hecho de que la iglesia había perdido de
vista su puesto de santa separación del mundo. Su
temprana simplicidad estaba volviéndose rápidamente cosa
del pasado, y la mano del hombre estaba llevando a cabo
ruinosos cambios en la dirección de sus asuntos.
Clero y laicos
Además, la distinción entre el clero y los laicos —largo
tiempo sugerida por los principios del judaísmo— estaba
surtiendo sus malos efectos en la iglesia. Los obispos y
diáconos vinieron a ser una orden sagrada, y, en contra
de todas las enseñanzas de las Escrituras, se les
comenzó a dar un lugar preeminente. Los acontecimientos
que condujeron al establecimiento de un orden sagrado
dentro de la iglesia son considerados aquí, para que el
lector pueda ver los comienzos de lo que ahora se ha
desarrollado como un vasto sistema jerárquico. Los
apóstoles establecieron ancianos —dando sin dudas su
reconocimiento formal a aquellos que ya habían sido
capacitados por el Espíritu de Dios; pero después que
los apóstoles hubieron muerto, los supervisores [
episkopoi, u obispos], que habían sido designados por
los apóstoles para llevar a cabo una obra necesaria, y
no meramente para tener una posición oficial, comenzaron
a arrogarse para sí mismos el derecho exclusivo de
enseñar y de administrar la Cena del Señor. Así, a
comienzos del siglo segundo, ya existían en Asia Menor
los tres cargos permanentes de obispo, presbítero y
diácono. Al transcurrir el tiempo, estos hombres fueron
asumiendo más y más de control y liderazgo sobre la
iglesia y sus actividades, y los miembros ordinarios de
la asamblea fueron reducidos a la posición de someterse
a este control. Así, algo que era al principio una cosa
más o menos informal y temporal se desarrolló a cargos
fijos y permanentes. Entonces lo que llego a ser la base
de la autoridad fue no la capacitación continuada por el
Espíritu Santo, sino la posesión de un oficio
eclesiástico.
Ignacio, ya a principios del siglo segundo, combinó las
dos ideas de unión con Cristo como condición necesaria
para la salvación, y de la iglesia como cuerpo de
Cristo, y enseñó que nadie podía ser salvo a no ser que
fuera miembro de la iglesia. Estrechamente relacionados
con esta idea de que la iglesia era la única arca de
salvación había los sacramentos, o medios de gracia, de
los que el bautismo y la Eucaristía eran los dos
ejemplos destacados. En relación con estos sacramentos
surgió también la teoría del sacerdotalismo clerical:
esto es, que los sacramentos sólo podían ser celebrados
o administrados por hombres ordenados de manera regular
para este propósito. Así el clero, en distinción a los
laicos, vino a constituirse en un sacerdocio oficial, y
a éstos se los hizo depender enteramente del clero para
conseguir la gracia sacramental sin la que, según se
enseñaba, no había salvación. Aunque Ignacio había
negado la validez de la Eucaristía administrada con
independencia del obispo, fue Cipriano de Cartago quien,
posiblemente no por designio, fue finalmente el campeón
de la causa episcopal.
Una vez quedó establecida la distinción entre el clero y
los laicos, vemos una multiplicación de los oficios de
la iglesia y la introducción de otros que nunca fueron
contemplados en la Escritura. Estas actuaciones pueden
haber servido para lograr un orden externo en la iglesia
—y la verdad es que la necesidad del mismo fue de manera
principal la causa de estas innovaciones— pero
reprimieron la libre expresión de la vida espiritual y
de la fe, y negaron el principio fundamental del
cristianismo: que «hay un solo Dios, y un solo mediador
entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se
dio a sí mismo en rescate por todos.»
El inevitable resultado de todo esto fue que el Espíritu
Santo dejó de recibir el puesto que le correspondía de
derecho en la iglesia. Los obispos cristianos estaban
aceptando puestos en la corte y buscaban recibir la
gloria del mundo, mientras que comenzaban a aparecer
ostentosos templos para la exhibición de la religión
cristiana. Cosa más grave todavía, los cristianos pronto
invitaron la intervención del poder civil en los asuntos
de la iglesia, y lenta pero seguramente comenzó a
hacerse más evidente el fatal vínculo con el mundo.
La décima persecución, el 303 d.C.
La décima y final persecución bajo la cruel mano de
Diocleciano fue indudablemente la más asoladora de todas.
Todo el poder del Imperio Romano se combinó en un
esfuerzo desesperado, no sólo para suprimir totalmente
las Escrituras, sino para exterminar todo rastro de
cristianismo de la tierra. Este terrible y definitivo
conflicto entre el paganismo y el cristianismo, aunque
añadió nuevos capítulos de gloria a los registros de los
mártires, que iban aumentando, no llegó a impedir la
germinación de las semillas de corrupción que se habían
sembrado por la vinculación con el mundo.